domingo, 3 de abril de 2016

SEÑOR MÍO Y DIOS MÍO


Santo Tomás es conocido entre los demás apóstoles por su incredulidad ante Jesús resucitado; actitud que se diluyó con la aparición del Señor. Su falta de fe da ocasión para que todos recibamos una invitación especial para afianzar la nuestra, y su punto sólido oscila en el hecho histórico y extraordinario de la Resurrección.

Santo Tomás, quien aún estaba impresionado con la pasión y muerte de Jesús, no creyó inmediatamente en lo que decían sus compañeros. Ellos debieron insistir de mil formas, diciéndole: “Hemos visto al Señor”. Sin embargo, para Santo Tomás, Jesús estaba muerto… sólo muerto.

Probablemente esté pasando con nosotros algo parecido. Sin duda todavía hay entre nosotros muchos “Tomasitos” y "Tomasitas". Para bastantes hombres y mujeres de hoy, Jesús sigue en el sepulcro, porque no significa absolutamente nada en sus vidas…

Tal vez nosotros mismos, ante una situación concreta o en algún momento determinado, también podemos ser como Santo Tomás: incrédulos, pusilánimes, y desganados. Pero… ¡También podemos ser como los otros discípulos! ¿Por qué no salir y proclamar: “Yo he visto al Señor”? Nuestra fe en Cristo Resucitado nos debe impulsar a ir y decir de mil formas, y proclamar de mil maneras, que Cristo vive. Y la forma principal de decirlo es mediante nuestra vida y nuestra palabra, con nuestro testimonio.

La respuesta de Santo Tomás después de haber visto al Señor es un acto de conversión, de fe, de entrega… Las primeras dudas del apóstol desaparecieron cuando el Señor lo invitó a “poner su dedo y meter su mano en el costado”. La respuesta de Santo Tomás es un acto de fe, de adoración y de entrega sin límites, cuando exclamó: “¡Señor mío y Dios mío!”

La conversión de Tomás se profundiza más y mejor, por el dolor inmenso que supuso su duda y la vergüenza y la desnudez de su actitud ante la evidencia del Resucitado. 

San Gregorio Magno se preguntó si es que acaso puede considerarse una casualidad de que Santo Tomas estuviese ausente, y que al volver oyese el relato de la aparición, y al oír... dudase, y dudando.... palpase, y palpando.... creyese. Como sea, todo esto es una catequesis viva y especial.

Como vemos, la duda inicial de Santo Tomás sirvió para dar esa proclamación de fe que repetimos hasta nuestros días: “¡Señor mío y Dios mío!”.

San Gregorio dijo también que para nosotros fue más beneficiosa la incredulidad de Santo Tomás que la fe de los apóstoles que fácilmente creyeron (Homil 26, in Evang 7). Y es que... ¡Somos tan incrédulos!

Santo Tomás murió mártir: Según la tradición cristiana, después de un fructífero apostolado en la India, le traspasaron su corazón. ¡Donó su vida por la fe en Cristo! Con su muerte dio testimonio de Aquél a quien había confesado como su Señor y Dios...

A veces también nos encontramos faltos de fe, como el apóstol Tomás. Tenemos necesidad de más confianza en el Señor ante las dificultades y ante acontecimientos que no sabemos interpretar desde el punto de vista de la fe, en momentos de oscuridad, tristeza, miedo, inseguridad, enfermedad y muerte... 

La virtud de la fe es la que nos da la verdadera dimensión de los acontecimientos y la que nos permite juzgar rectamente todas las cosas.

Reflexionemos sobre este Evangelio: Pongamos de nuevo los ojos en Jesús, que a ratos pareciera tener la necesidad de decirnos como a Tomás: “Mete aquí tu dedo... pon tu mano en mi costado... No seas incrédulo, ¡Ten fe!”.

Y así, como el Apóstol, saldrá de nuestra boca la misma confesión: “Señor mío y Dios mío”. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario