martes, 3 de abril de 2018

EN SU BAUTISMO



Jesús iba a comenzar la misión que su Padre le había encomendado. Entonces, se fue al río Jordán, donde estaba su pariente, Juan, y pidió ser bautizado. Al principio, el Precursor se resistía, pues sabía quién era él, pero Jesús le respondió: “Conviene que cumplamos todo lo que es justo” (ver Mt 3, 15). Entonces, se lo permitió. Los evangelios coinciden al afirmar que mientras el Divino Maestro era bautizado, el Espíritu Santo descendió sobre él. San Lucas añade que fue "en forma corporal", es decir, visible, “como una paloma”.

Realmente Jesús no necesitaba bautizarse, ya que el bautismo de Juan era un signo de conversión. Sin embargo, Él, que no necesitaba arrepentirse de nada, pues permanece siempre todo limpio de pecado, quiso solidarizarse con nosotros, los pecadores (ver Is 53, 6), y cumplir con las antiguas profecías.  

En el pasaje del Bautismo de Jesús encontramos, además, una “epifanía”, es decir, una “manifestación de Dios”, Uno y Trino: La voz, atribuida al Padre; el Hijo, llamado “predilecto”, y el Espíritu, sin aspavientos, en figura de paloma.

El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: “El Espíritu que Jesús posee en plenitud desde su concepción viene a “posarse” sobre él. En su bautismo “se abrieron los cielos” que el pecado de Adán había cerrado; y las aguas fueron santificadas por el descenso de Jesús y del Espíritu, como preludio de la nueva creación” (CEC 536).