Jesús iba a comenzar la misión que su Padre le había
encomendado. Entonces, se fue al río Jordán, donde estaba su pariente, Juan, y
pidió ser bautizado. Al principio, el Precursor se resistía, pues sabía quién era él,
pero Jesús le respondió: “Conviene que cumplamos todo lo que es justo” (ver Mt
3, 15). Entonces, se lo permitió. Los evangelios coinciden al afirmar que
mientras el Divino Maestro era bautizado, el Espíritu Santo descendió sobre él. San Lucas
añade que fue "en forma corporal", es decir, visible, “como una paloma”.
Realmente Jesús no necesitaba bautizarse, ya que el
bautismo de Juan era un signo de conversión. Sin embargo, Él, que no
necesitaba arrepentirse de nada, pues permanece siempre todo limpio de pecado,
quiso solidarizarse con nosotros, los pecadores (ver Is 53, 6), y cumplir con
las antiguas profecías.
En el pasaje del Bautismo de Jesús encontramos, además,
una “epifanía”, es decir, una “manifestación de Dios”, Uno y Trino: La voz,
atribuida al Padre; el Hijo, llamado “predilecto”, y el Espíritu, sin aspavientos, en figura de
paloma.
El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: “El Espíritu
que Jesús posee en plenitud desde su concepción viene a “posarse” sobre él. En
su bautismo “se abrieron los cielos” que el pecado de Adán había cerrado; y las
aguas fueron santificadas por el descenso de Jesús y del Espíritu, como preludio
de la nueva creación” (CEC 536).