sábado, 29 de febrero de 2020

JUDAS

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¡Traidor! Sí, “traidor”. ¿Has escuchado que un padre de familia le ponga “Judas” a alguno de sus hijos? No. A nadie le importa que mi nombre signifique “alabado sea Dios”, o que incluso la tribu de donde debía nacer el Mesías fuera precisamente la de “Judá”. A partir de aquella traición, la más famosa de todos los tiempos, mi nombre sólo se usa para designar a chivatos, apóstatas, desertores y mentirosos… 

Pero Él me escogió… fui parte de los Doce. Jesús era mi amigo y, aunque te parezca absurdo, Él confiaba en mí: estuve a cargo de la bolsa. ¡Era el ecónomo de nuestro grupo! 

Sí, lo traicioné, eso ya lo sabes: treinta monedas de plata y un beso… un precio y una señal que selló el pacto que, junto a las autoridades de mi pueblo, determinaron el destino del Maestro. Treinta monedas de plata, lo que costaba un esclavo… y un beso, que supo más a “puñal en la espalda” que a amistad… 

En Getsemaní, y después de que los soldados se llevaron a Jesús, maniatado, como un bandido, comencé a darme cuenta de lo que había hecho… Luego, al presenciar cómo lo trataron y cómo lo condenaban, no pude más: ¡Fui a devolver las monedas!

¡Maestro! ¡Mi querido Maestro! ¡Cómo duele y cómo pesa esta traición!

En fin… está hecho. ¡Ha comenzado su Pasión! La mía… ¡La mía ya terminó!