lunes, 29 de agosto de 2016

ESTÉN ALERTAS... PORQUE NO SABEN




“Estén pues atentos, porque no saben qué día llegará su Señor.
Entiendan bien que si el amo de casa supiera
a qué hora de la noche iba a venir el ladrón, estaría
en vela y no lo dejaría asaltar su casa.
Lo mismo ustedes, estén preparados,
porque a la hora en que menos lo piensen,
vendrá el Hijo del hombre…”
(Ver Mt 24, 42 - 44)

La Parusía

Entendemos por “Parusía” la “segunda venida de Jesucristo a la tierra”.

En general, todas las referencias evangélicas nos dicen que la Parusía será un evento “glorioso”, un regreso “triunfal” de Jesucristo y donde se dará el establecimiento definitivo de su Reino.

¿Cuándo sucederá esta Parusía?

La verdad es que no sabemos. Y aunque frecuentemente utilizamos términos como “el fin del mundo” para referirnos a este evento, honestamente no estamos deseosos de que suceda tan pronto. Es una fecha que está “en los planes de Dios”, ciertamente, pero cuándo sucederá esto es, para nosotros, un verdadero misterio.

Cuando hablamos del regreso glorioso de Jesucristo, nos llega cierta inquietud, tal vez preocupación, e incluso hay en quienes se manifiesta un cierto temor. Esto, en verdad, depende de cómo nos hemos estado preparando para ese gran día, y porque no sabemos cómo y de qué forma será nuestro ingreso al Reino de los Cielos, o si seremos beneficiados con esta recompensa o no...

El Apóstol Santiago, en su carta, nos invita a “ser pacientes hasta la venida del Señor”.

Así lo expresa: “Por lo tanto, hermanos, tengan paciencia hasta la venida del Señor. Es cierto que el labrador espera el precioso fruto de la tierra, aguardándolo con paciencia hasta que reciba las lluvias tempranas y tardías. Tengan, pues, también ustedes paciencia; afirmen sus corazones, porque la venida del Señor está cerca…” (St 5, 7 - 8)

El sentido de la Parusía

El sentido de la Parusía es doble: “presencia” y también “venida”. Si bien la “venida” del Señor fue una sola, la que comenzó por la encarnación, ésta se prolonga en el tiempo presente, porque “el Señor viene”, y también “vendrá” en el futuro.

A partir de aquel instante, momento sublime en que el Hijo de Dios “puso su morada en medio de nosotros” (Ver Jn 1), contamos con la presencia real de Jesucristo. Así, la Parusía también es “epifanía”, es decir una “manifestación de lo sagrado”, pero se trata de una manifestación pública de Jesús en nosotros. En otras palabras: Jesucristo se nos mostrará tal cual es en su gloria.

Jesús no subió a los cielos sólo para sentarse la derecha de su Padre y desentenderse de nosotros… Él sigue vivo y presente, desde allí, con nosotros… de esta forma es como “no se ha ido nunca de este mundo”.

Él está vivo, habita en nuestras mentes y en nuestros corazones. Está en nosotros, y de nosotros depende sentir su presencia viva y operante.

Con todo, la fe nos dicta que algún día, desde el Cielo, Jesús vendrá, y juzgará a los vivos y a los muertos según sus actos. Entonces, en lo que debemos realmente pensar es en la esperanza de este encuentro gozoso y en el regreso de nuestro Señor. Preparándonos adecuadamente para tener con Él un rencuentro feliz.

La vuelta de Jesucristo, su retorno en gloria, es el mayor de los acontecimientos escatológicos (de las cosas de los últimos tiempos).

Por tanto, debemos desear la venida del Señor, sin miedos, siempre confiados... si actuamos de ordinario a la altura de estos acontecimientos no tenemos nada que temer…

Para salvarnos

Los discípulos de Jesús oyeron de los ángeles este mensaje mientras se elevaba al cielo:

“Este Jesús, quien fue tomado de entre ustedes hacia el cielo, vendrá de la misma manera como le han visto partir...” (Ver Hch 1, 11).

Pues bien, este es un llamado especial para que no perdamos la fe, y para que imitando a los apóstoles, quienes mantuvieron su fe aún con ciertas inquietudes, pero finalmente comprendieron que la despedida del Señor no era definitiva. Jesús volvería, otra vez, para llenar al mundo de su luz y de su gloria.

Para estar presentes en este suceso, debemos participar del mismo destino de Jesucristo:

“Entonces Jesús dijo a sus Discípulos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16, 24).

No hay, pues, otro camino para salvarse que seguir la causa de Jesucristo:

“Porque el que quiera salvar su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la hallará” (Mt, 16, 25).

Si vivimos conforme a lo que Él nos enseña en los evangelios, podemos estar alegres y esperanzados, porque seremos testigos de su regreso:

“Porque el Hijo del Hombre ha de venir en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces recompensará a cada uno” (Mt 16, 27)

A su regreso, Jesús, determinará para siempre los destinos de los hombres… es quien dirá la última palabra. Debemos mantener la fe y estar en constante oración, hasta el día de la parusía, ese será el gran encuentro con el Señor.

Pidamos con alegría y sin temor la venida del Reino de Dios, porque Él quiere que todos nos salvemos (Ver 1 Tim 2, 4).

sábado, 27 de agosto de 2016

ENVIÓ AL ESPÍRITU




“Les digo la verdad:
Les conviene que yo me vaya,
porque si no me voy, el Espíritu Consolador no vendrá a ustedes;
pero si me voy, lo enviaré…”
(Ver Jn 16, 7)

El Espíritu Santo, “el gran desconocido”

Jesucristo prometió y de hecho envió al Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, abogado, defensor, y santificador de las almas.

En verdad, el Espíritu Santo es quien nos “precede” y quien despierta en nosotros la fe, de tal manera que sólo quien posee el Espíritu Santo puede proclamar que Cristo es el Señor.

El Espíritu Santo (dice el Catecismo de la Iglesia Católica en su número 684), con su gracia, es el “primero” que nos despierta en la fe y nos inicia en la vida nueva: “Que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Ver Jn 17, 3).

Es Él quien nos lleva al conocimiento profundo de Cristo, de su obra redentora, de su amor a los hombres.

Es Él quien despierta en nosotros la “nostalgia de Dios”, nos da aquella “suavidad” que es necesaria para creer y para abandonarse incondicionalmente en la Voluntad de Dios.

Y con todo, no obstante, es el “último”, el “gran desconocido”, en la revelación de las Personas de la Santísima Trinidad…

Creer en el Espíritu Santo

Creer en el Espíritu Santo es profesar que se trata de una de las Personas de la Santísima Trinidad, de la misma sustancia (consubstancial al Padre y al Hijo), “que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”, como proclama el Credo Niceno - Constantinopolitano.

Creer en el Espíritu Santo es profesar que se trata de aquel que el Padre ha enviado a nuestros corazones, como dice San Pablo, es el Espíritu de su Hijo (Ver Ga 4, 6), y que es, realmente, Dios.

El Catecismo de la Iglesia Católica expone esta acción conjunta de Cristo y el Espíritu Santo: “Jesús es Cristo, es decir, el “ungido”, porque el Espíritu es su Unción y todo lo que sucede a partir de la Encarnación dimana de esta plenitud. Cuando por fin Cristo es glorificado, puede a su vez, de junto al Padre, enviar el Espíritu a los que creen en Él: Él les comunica su Gloria, es decir, el Espíritu Santo que lo glorifica. La misión conjunta se desplegará desde entonces en los hijos adoptados por el Padre en el Cuerpo de su Hijo: la misión del Espíritu de adopción será unirlos a Cristo y hacerles vivir en Él”. (Ver CEC 690).

La Misión del Espíritu Santo

Una vez que el Señor envió su Espíritu sobre sus hijos de adopción, es decir, sobre todos los hombres redimidos, su acción será unirlos a Cristo y hacerlos vivir en Él.
Analicemos brevemente estos dos puntos:

1. Unirnos a Cristo

El Espíritu Santo nos ayuda a ver a Cristo, el Señor, en su divinidad y en su humanidad, es decir, en la plenitud de su Persona; a sentirlo como compañero incomparable de nuestras vidas.

La amistad con el Espíritu Santo (la Gracia) será la que nos ofrezca ese conocimiento íntimo y experiencial de Cristo.

Por eso, nunca debemos de cansarnos de promover en nosotros esa “amistad sencilla”, espontánea, generosa y real con el Espíritu Santo.

Por el bautismo, Él ya habita en nosotros, somos templos suyos. En la confirmación, recibimos la plenitud de sus dones y frutos. Es Él quien nos conducirá a la verdad completa. Es Él quien nos revelará los misterios del corazón de Cristo.

Por eso, quien tiene devoción al Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, llegará cada vez más a un profundo y mejor conocimiento de Cristo y de su obra redentora, y por otro lado, al Padre y al descubrimiento de su amor infinito.

2. Vivir en Cristo

En realidad los diálogos íntimos que sostiene el alma con el Espíritu Santo la van conduciendo a una concepción más clara de la vida, de los hombres, y del mundo.

El Espíritu Santo va “cristificando” a cada uno de sus fieles, y lo va conduciendo a la verdad completa.

La amistad que se desarrolle con el Espíritu Santo exigirá una constante atención, un saber escuchar y un actuar con fidelidad, cueste lo que cueste, según le agrade al dulce “Huésped del alma”.

En los coloquios y diálogos que se den con Él de día y de noche serán los que sostengan esta amistad, donde se irá aprendiendo el verdadero sentido del tiempo y de la eternidad, de la fidelidad en el amor, de la vanidad de todas las cosas que no sean Dios y de la relatividad de cuanto nos ocurre en el trato con las demás criaturas.

El Espíritu Santo nos enseñará a amar, a perdonar, a olvidar las injurias, a buscar y hacer el bien sin esperar recompensas, a confiar en Dios y a amarle por sobre todas las cosas.

Todo esto es “vivir en Cristo” y, sobre todo, nos ayudará a comprender nuestra parte en la obra de la salvación. Nos convertirá en apóstoles comprometidos, nos hará sentir las necesidades de la Iglesia y de cada alma:

Si somos sacerdotes, nos dará un santo celo para gastarnos y desgastarnos por los fieles; si somos religiosos, nos ayudará a comprender más a fondo las exigencias del seguimiento vocacional; si somos padres de familia, nos ayudará a perseverar en la misión de educar en la fe, en la moral y en todo aquello que es propiamente humano a nuestros hijos; y si somos hijos de familia, nos ayudará a perseverar en la obediencia y en la fidelidad a las normas de casa, escuela y descanso. En fin, el Espíritu Santo nos ayudará a comprender cuál es nuestra misión en la vida como miembros del Cuerpo de Cristo. Nos ayuda a vivir “en Cristo”...

jueves, 25 de agosto de 2016

SUBIÓ AL CIELO




“Y mientras los bendecía
se separó de ellos y fue llevado al cielo…”
(Ver Lc 24, 51)


Artículo de Fe

Cada domingo, cuando profesamos nuestra fe, solemos decir al recitar el Credo: “Subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre”. Esto nos enseña que Cristo, cuarenta días después de su resurrección, subió al cielo, y por su propio poder.

Nos refiere San Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles que Cristo resucitado “se manifestó a los apóstoles, dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles por espacio de cuarenta días, y hablándoles de las cosas tocantes al reino de Dios…” (Ver Hch 1, 3)

A los Cuarenta días

En la Sagrada Escritura el número “40” tiene una connotación simbólica. Efectivamente, para los judíos el número 40 significa “el tiempo necesario”. Así, si leemos en la Biblia que 40 años pasó el pueblo de Israel purificándose en el desierto fue “el tiempo necesario”, el espacio indispensable para que una generación de “insurrectos” muriera en el desierto y pudiera entrar una “nueva generación” para gozar de la tierra prometida. Lo mismo debería entenderse al analizar los 40 días en que el profeta Elías caminó hasta el monte de Dios, los 40 días y las 40 noches que Jesús pasó en el desierto preparando su misión, etc.

Pues bien, en este “tiempo necesario”, Jesús confirió tres poderes importantes a su Iglesia:

a) A San Pedro le asignó el poder de gobernarla (Ver Jn 21, 15).
b) A todos los Apóstoles el poder de perdonar los pecados (Ver Jn 20, 22).
c) Por último, en sus Apóstoles a toda la Iglesia, la misión de enseñar, bautizar y hacer cumplir todo lo que Él les había mandado (Ver Mt 28, 18 - 20).

El hecho de la Ascensión

Nuestro Señor Jesucristo, después de dirigir a sus apóstoles estas últimas palabras: “Recibirán el Espíritu Santo, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda la Judea y hasta los últimos rincones de la tierra”, apunta el libro de los Hechos de los Apóstoles que “se fue elevando a la vista de ellos hasta que una nube lo ocultó a sus ojos” (Ver Hch 1, 8).

Esto quiere decir:

1. Cristo “subió al cielo” (que no debería entenderse “físicamente” hacia “arriba”, hacia el “universo”, sino a una estado nuevo, distinto y mejor) en cuanto hombre, pues en cuanto Dios nunca dejó de estar en él.
2. Subió por su propio poder (es Dios), y esto se diferencia de la “Asunción” de María, que subió al cielo en cuerpo y alma, pero no por su propio poder, sino por el poder de Dios.
3. Por último, la frase: “Está sentado a la derecha del Padre”, indica la gloria que a Jesucristo le corresponde, al “lado de Dios”, en el Cielo. Efectivamente, la expresión “estar sentado a la derecha de alguien” denota ocupar un puesto de honor; aquí, queremos subrayar que Cristo goza en el cielo de la misma gloria que su Padre, en cuanto que es Dios; y esta misma gloria, es mucho mayor a la de todas las criaturas, en cuanto hombre.

Fines y frutos de la Ascensión

Podemos decir que Cristo subió a los cielos para tres fines principales:

a) Para tomar posesión del Reino de los cielos, es decir, para gozar de su gloria.
b) Para enviar el Espíritu Santo a los Apóstoles y a su Iglesia.
c) Para ser en el cielo nuestro Mediador e Intercesor, y para prepararnos a su lado “tronos de gloria” (Ver Heb 4, 14).

La Ascensión del Señor debe fomentar en nosotros, de modo especial, la virtud de la esperanza, puesto que Él “subió para prepararnos un lugar” (Ver Jn 14, 2).

Esto debería llenarnos de profunda alegría ya que, como dice San Pablo, “si combatimos con Cristo, con Él seremos glorificados” (Ver Rm 8, 17). 

miércoles, 24 de agosto de 2016

LA PAZ SEA CON USTEDES




“Jesús se presentó en medio de ellos y les dijo:
La paz esté con ustedes…”
(Ver Jn 20, 19) 

La paz sea con ustedes

Para ese proceso de abertura a la vida nueva de Resurrección, que regala el don del Cristo que vence, es necesario aquietar el alma herida con la Gracia de paz que trae el Resucitado. “La paz esté con ustedes”. Es como una puerta que abre al encuentro con lo desconocido. Es la Gracia de una inmensa alegría, que Dios trae a los que esperaban desde hace tiempo encontrarse con la felicidad tan buscada.

La paz que aquieta el alma turbada, la que disipa las dudas, la que permite abrirse a lo nuevo sin miedos, la que abre a nuevos desafíos de ir hasta los confines de la tierra, la que serenamente pone en camino y en marcha. Esa paz viene a instalarse en tu vida, como memoria de paz que Dios te dejó en otro tiempo, y como presencia de renovada paz, con la que Dios se quiere comunicar aún más honda y consolidadamente hoy. La trae Jesús, que por la claridad de su presencia disipa las tinieblas de tu corazón.

Hoy recordamos, desde la expresión de la liturgia, “les doy la paz, les dejo mi paz”, tomada de aquel texto de San Juan, donde aclara Jesús que esta paz no es la que da el mundo. Es decir, no es la de los cementerios donde la paz se aquieta. Aquí, la paz moviliza. Aquieta, serena y moviliza. Está llena de Vida. Confirma y reafirma en el camino. Es una paz dinámica la de Cristo. Es una paz que llena de vida, y pone en camino.

Dice Anselm Grün: “Todos anhelamos la paz, pero a menudo no encontramos el camino que nos lleve a ella”. Jesús sale en la Gracia de la Resurrección a abrir caminos para los discípulos que están encerrados por temor. Lo hace diciendo “soy la paz, tengan paz”. No les pasa boleta, no les pregunta “dónde estuvieron”, no los instala en la culpa “¿por qué se fueron?”, no les dice, no les reclama el abandono que hicieron de él. Trasciende toda miseria, comunica paz.

Es un don del cielo, que debemos tratar con responsabilidad, dice el mismo Anselm Grün: La paz del Resucitado nos proporciona sosiego y reconciliación con nuestra vida, hasta llegar a ser los bienaventurados que la Palabra dice, “como hijos de Dios trabajamos por la paz”.

En griego se dice, “heidene”, y supone armonía, tranquilidad del alma, bienestar. Para los griegos es un estado de quietud, y de hecho, algo de eso experimentamos cuando estamos en paz. Pero la que trae Jesús, capaz de asistirnos también en los momentos de mayor real tribulación: se puede estar en paz, en medio de la más profunda tormenta.

En latín, la palabra “pax”, viene de paxis, que significa realizar negociaciones, firmar un pacto, un contrato. Los romanos la encontraban en el cumplimiento de las leyes acordadas. En la alianza que las partes acuerdan laboriosamente, para superar lo que separa y lo que divide. Y es parte de la paz, el equilibrio de las fuerzas.

Pero es más la que Jesús propone, es mucho más que un equilibrio de fuerzas la paz que Cristo propone. Es una paz llena de vida. Y nos recuerda la Palabra de Dios, que el ser humano es incapaz por sí mismo de establecer paz con Él, con la creación, con los demás seres humanos. Tiene que intervenir Dios, que envía a Cristo, el gran portador de la paz, el mensajero de la paz.

Es Él el que llega en esta Pascua a tu vida, y te regala el don de su paz. Es su paz la que viene a instalarse en tu corazón. Es memoria de regalos de paz que Dios te hizo, y es presencia renovada de una paz desconocida. Como una caricia al alma, como una luz que abre caminos. Como una certeza que disipa toda duda. Pero, por sobre todas las cosas, como una fuerza que soporta la tribulación.

La paz esté contigo

Entre Belén y el Domingo de Gloria hay un mismo mensaje que acompaña la presencia del Creador encarnado, en medio de nosotros, de Cristo. El mensaje es paz. Creemos en el Dios de la paz.

En la Noche buena los ángeles le comunicaron a los pastores “Gloria a Dios en el cielo, y paz a los hombres que ama el Señor”. El domingo de Resurrección, y durante cincuenta días, Jesús repite una y otra vez “tengan paz”.

Le han presentado en el Antiguo Testamento como el mensajero que traía la paz, el peregrino de la paz. Esa paz se hace realidad en la vida de cada uno si lo dejamos actuar sin límites, en el don de la Resurrección.

Así lo encontró Francisco de Asís, él vivió este encuentro de paz con el Señor, en la Gracia de la Resurrección, y oró diciendo:

“Señor hazme un instrumento de tu paz.
Que donde haya odio, siembre yo amor.
Que donde haya injuria, ponga yo el perdón.
Que donde haya duda, yo ponga fe.
Que donde haya desánimo, ponga esperanza.
Que donde haya oscuridad, ponga yo la luz.
Que donde haya tristeza, ponga yo el gozo.
¡Oh, Maestro! Concédeme
que no busque tanto ser consolado, sino más bien consolar.
Que no busque ser entendido, sino entender.
Que no busque el ser amado, sino el amar,
Porque dando, es como recibimos.
Perdonando, es como somos perdonados.
Y muriendo es que nacemos a la Vida Eterna”.

El Beato Juan Pablo II tuvo un hermoso gesto de búsqueda y lucha por la paz, en Asís, en ese increíble lugar de paz, marcado por el signo de la Cruz y la Resurrección de Jesús en la carne del hijo del vendedor de telas, de Francisco. Y en un himno maravilloso escrito por él decía:

“Creador de la naturaleza y del hombre, de la Verdad y de la belleza, elevo una oración: Escucha mi voz, porque es la voz de las víctimas de todas las guerras, y de la violencia entre los individuos y las naciones.

Escucha mi voz. Porque es la voz de los niños que sufren y sufrirán, cada vez que los pueblos pongan su confianza en las armas, y en la guerra.

Escucha mi voz Señor, cuando te pido que infundas en los corazones de todos los seres humanos, la sabiduría de la paz, la fuerza de la justicia, la alegría de la amistad.

Escucha mi voz, porque hablo en nombre de las multitudes de cada país, y de cada período de la historia que no quiere la guerra, y está dispuesto a recorrer el camino de la paz.

Escucha mi voz y danos la capacidad y la fuerza para poder responder al odio con amor, a la injusticia con una dedicación a la justicia, a la necesidad con nuestra propia implicación, a la guerra con la paz.

Oh, Dios, escucha mi voz. Y concede al mundo para siempre Tu paz. Amén…”