miércoles, 21 de marzo de 2018

EN LA ANUNCIACIÓN


"El poder del Altísimo te cubrirá con su sombra"
(Lc 1, 35)

Hasta hoy, nos habíamos detenido a considerar la presencia real y activa del Espíritu Santo en el Antiguo Testamento. Iniciamos, con este post, la comprensión de su obra en el Nuevo Testamento y en la Iglesia.

Hemos visto cómo algunos signos aclaran su presencia y acción: Viento, luz, fuego, unción… ahora, hablemos de una “sombra”.

El Evangelio de San Lucas dice que el Ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, para anunciarle a una virgen, de nombre María, que había sido elegida para ser la Madre de Dios (ver Lc 1, 26-27). También dice que Ella, al principio, no entendía todo lo que esto significaba, pero luego se mostró como “la esclava del Señor” y permitió que se cumpliera en ella su Voluntad.

Este anuncio va ligado al que el mismo Ángel dio a Zacarías (el padre de Juan, el Bautista), pero a diferencia de este sacerdote, María no preguntó sobre el “qué” (él era de edad avanzada, su mujer era estéril... tener un hijo parecía improbable), sino sobre el “cómo” podría ser esto posible (María no duda que Dios pueda hacerlo... sólo se preguntaba acerca del modo en que debía ocurrir). El Ángel, entonces, le dijo a María que todo sería por obra y gracia del Espíritu Santo, que su “sombra” la cubriría.

Los israelitas habían reconocido ya la protección de Dios a través de una “nube sagrada” (ver Ex 13, 21; 14, 20; 40, 34; Lv 9, 23; Nm 14, 10; 1 Re 8, 10-13; 2 Cro 5, 13-14). Esta nube cubría y garantizaba la presencia de Dios en medio de su pueblo. Pues bien, con esta bella imagen, podemos comprender que Dios mismo, a través de su Espíritu Santo, “cubriría” a María con su sombra, y el “poder del Altísimo” descendería sobre ella, fecundándola.

¡María será como una "tienda viva" donde Dios mismo podrá habitar, de un modo nuevo y único, en medio de nosotros!

viernes, 9 de marzo de 2018

IMPULSA A SU PUEBLO



El Espíritu y los Mandamientos

La Biblia dice textualmente que Moisés recibió las tablas de la ley que habían sido escritas por el “Dedo de Dios” (Dt 9, 10; Ex 31, 18). También aclara que, mientras esto ocurría, el Sinaí humeaba, ya que Dios había descendido al monte “en fuego” (Ex 19, 18).

En el nuevo testamento, estas dos figuras (el “dedo”, y el “fuego”), son signos claros del Espíritu Santo: Jesús expulsa a los demonios con el poder del Espíritu, el “dedo de Dios” (Lc 11, 20; Mt 12, 28). Además, el día de Pentecostés, el Espíritu Santo bajó sobre los apóstoles en lenguas “como de fuego” (Hch 2, 3-4).

Estos signos, estas señales, nos ayudan a comprender la relación que el Espíritu Santo, que es Dios, tiene con los mandamientos: ¡Él mismo los escribió! Por otro lado, la Alianza que Dios establece con su pueblo se ve fiel y puntualmente correspondida a través de la comprensión y el cumplimiento que éste tiene y hace de sus normas. ¿De dónde obtiene el hombre la luz y la fuerza necesarias para asimilar y poner en práctica estos mandamientos? 

Impulso

“Impulsar” significa “aplicar una fuerza sobre algo o sobre alguien para moverla”. Si decimos que el Espíritu Santo es quien impulsa al pueblo, queremos decir que es Él quien motiva, mueve o dinamiza a sus fieles, con el fin de llevarlos a la comprensión y vivencia de los mandamientos, de estas normas que renovarán y darán razón a su existencia.

Hemos visto cómo a la acción del Espíritu le sigue la acción de sus fieles. Pues bien, si Dios es quien toma la iniciativa de salir al encuentro del hombre, y le propone lo que necesita para transformar su vida, lo acompaña siempre para que deseé y cumpla sus preceptos.

El creyente, así podrá decir, junto al Salmista: “¡Cuánto amo, Señor, tus mandamientos! A mí me toca cumplir tus preceptos. Para mí valen más tus enseñanzas que miles de monedas de oro y plata. Señor, que tu amor me consuele, conforme a las promesas que me has hecho. Muéstrame tu ternura y viviré porque en tu ley he puesto mi contento. Amo, Señor, tus mandamientos, más que el oro purísimo: por eso son mi guía, y desecho la mentira. Tus preceptos, Señor, son admirables, por eso los sigo. La explicación de tu palabra da luz y entendimiento a los sencillos” (ver Sal 118).

martes, 6 de marzo de 2018

RENUEVA A SU PUEBLO



“Corazones de piedra”

Una de las propiedades más características de las piedras es la “dureza”. Mientras más duras sean, es decir, mientras más unidas estén las moléculas que las conforman, menor será la probabilidad de que otras sustancias u objetos las rayen, partan, penetren o comprometan.

Tener un corazón de piedra es tener un corazón duro, un corazón que no cede, que no se deja tocar por la acción del Espíritu Dios; un corazón “cerrado en sí mismo”; un corazón egoísta y lleno de maldad…

“Corazones de carne”

A diferencia de las piedras, la carne es blanda, es decir, no es rígida, no opone resistencia, se corta, se raya, cede o se deforma con facilidad.

Tener un corazón de carne es tener un corazón blando, un corazón que se deja tocar por la acción del Espíritu de Dios; un corazón “abierto”, sensible y capaz de obrar el bien.

El Espíritu es quien nos renueva

El profeta Ezequiel aclara: “Les daré un corazón nuevo, y les infundiré un espíritu nuevo. Arrancaré de ustedes el corazón de piedra, y les daré un corazón de carne. Les daré mi Espíritu y haré que guarden mis caminos y que pongan por obra mis leyes y preceptos” (Ez 36, 26-27).

Es el Espíritu de Dios quien nos renueva, el único capaz de transformar nuestros corazones, y hacernos personas nuevas… sin embargo, como dijimos en el post anterior, a la acción del Espíritu le sigue la nuestra: ¡Hay que guardar los caminos del Señor y poner por obra sus leyes y preceptos!

sábado, 3 de marzo de 2018

PURIFICA A SU PUEBLO


Purificar


Los diccionarios definen la acción de purificar como “quitar lo malo, extraño o inútil de una cosa o de una persona, para dejarla pura o perfecta”. Por ejemplo, el agua se “purifica” a través de distintos métodos que retiran las impurezas y la hacen “potable”, es decir, apta para el consumo humano. En cuanto a la purificación de las personas, siempre se ha pensado en la acción directa de Dios, el único capaz de lavar, limpiar o purificar los corazones; y también en evitar ciertas prácticas que “manchan las conciencias”, y propiciar aquellas que los hacen moralmente mejores.

“Lávame, purifícame”

Uno de los salmos más famosos atribuidos al Rey David es el Salmo 50, el llamado “miserere” (que en español podría traducirse como “ten misericordia”). Los dos primeros versículos expresan el deseo que tiene el autor de ser “lavado”, “purificado”: “Misericordia, Dios mío, por tu bondad. Por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lávame de todos mis delitos. Límpiame de mis pecados” (Sal 50, 1-2).

El Rey reconoce que ha fallado, que ha obrado el mal y que no es capaz por sus solas fuerzas de seguir adelante. Se siente “manchado”, “quebrantado”, y pide a Dios que lo lave, que lo purifique, y que no le retire su Santo Espíritu (versículo 13). 

“Lávense, purifíquense”

La súplica que el Salmo hace, de forma “individual”, puede y debe también hacerse a modo “comunitario”.

El profeta Isaías exhorta al pueblo, en nombre de Dios: “Lávense, purifíquense. Aparten de mi vista sus obras malvadas. Dejen de hacer el mal” (Is 1, 16).

Esto complementa lo antes dicho en el Salmo 50: Dios lava, Dios purifica… pero el hombre debe apartarse de aquello que lo mancha. De otra manera, aunque el Espíritu de Dios actúe, jamás podría lograrse la purificación.