¡Traidor! Sí, “traidor”. ¿Has
escuchado que un padre de familia le ponga “Judas” a alguno de sus hijos? No. A
nadie le importa que mi nombre signifique “alabado sea Dios”, o que incluso la
tribu de donde debía nacer el Mesías fuera precisamente la de “Judá”. A partir
de aquella traición, la más famosa de todos los tiempos, mi nombre sólo se usa
para designar a chivatos, apóstatas, desertores y mentirosos…
Pero Él me escogió… fui parte de los
Doce. Jesús era mi amigo y, aunque te parezca absurdo, Él confiaba en mí:
estuve a cargo de la bolsa. ¡Era el ecónomo de nuestro grupo!
Sí, lo traicioné, eso ya lo sabes:
treinta monedas de plata y un beso… un precio y una señal que selló el pacto
que, junto a las autoridades de mi pueblo, determinaron el destino del Maestro.
Treinta monedas de plata, lo que costaba un esclavo… y un beso, que supo más a
“puñal en la espalda” que a amistad…
En Getsemaní, y después de que los soldados se
llevaron a Jesús, maniatado, como un bandido, comencé a darme cuenta de lo que
había hecho… Luego, al presenciar cómo lo trataron y cómo lo condenaban, no
pude más: ¡Fui a devolver las monedas!
¡Maestro! ¡Mi querido Maestro! ¡Cómo duele y
cómo pesa esta traición!
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