Purificar
Los diccionarios definen la
acción de purificar como “quitar lo malo, extraño o inútil de una cosa o de una
persona, para dejarla pura o perfecta”. Por ejemplo, el agua se “purifica” a
través de distintos métodos que retiran las impurezas y la hacen “potable”, es
decir, apta para el consumo humano. En cuanto a la purificación de las
personas, siempre se ha pensado en la acción directa de Dios, el único capaz de
lavar, limpiar o purificar los corazones; y también en evitar ciertas prácticas
que “manchan las conciencias”, y propiciar aquellas que los hacen moralmente
mejores.
“Lávame, purifícame”
Uno de los salmos más famosos
atribuidos al Rey David es el Salmo 50, el llamado “miserere” (que en español podría traducirse como “ten
misericordia”). Los dos primeros versículos expresan el deseo que tiene el autor
de ser “lavado”, “purificado”: “Misericordia,
Dios mío, por tu bondad. Por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lávame de
todos mis delitos. Límpiame de mis pecados” (Sal 50, 1-2).
El Rey reconoce que ha fallado,
que ha obrado el mal y que no es capaz por sus solas fuerzas de seguir
adelante. Se siente “manchado”, “quebrantado”, y pide a Dios que lo lave, que
lo purifique, y que no le retire su Santo Espíritu (versículo 13).
“Lávense, purifíquense”
La súplica que el Salmo hace,
de forma “individual”, puede y debe también hacerse a modo “comunitario”.
El profeta Isaías exhorta al
pueblo, en nombre de Dios: “Lávense,
purifíquense. Aparten de mi vista sus obras malvadas. Dejen de hacer el mal” (Is
1, 16).
Esto complementa lo antes
dicho en el Salmo 50: Dios lava, Dios purifica… pero el hombre debe apartarse
de aquello que lo mancha. De otra manera, aunque el Espíritu de Dios actúe,
jamás podría lograrse la purificación.
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