“Corazones de
piedra”
Una de las propiedades más
características de las piedras es la “dureza”. Mientras más duras sean, es
decir, mientras más unidas estén las moléculas que las conforman, menor será la
probabilidad de que otras sustancias u objetos las rayen, partan, penetren o
comprometan.
Tener un corazón de piedra es
tener un corazón duro, un corazón que no cede, que no se deja tocar por la
acción del Espíritu Dios; un corazón “cerrado en sí mismo”; un corazón egoísta
y lleno de maldad…
“Corazones de carne”
A diferencia de las piedras,
la carne es blanda, es decir, no es rígida, no opone resistencia, se corta, se
raya, cede o se deforma con facilidad.
Tener un corazón de carne es
tener un corazón blando, un corazón que se deja tocar por la acción del
Espíritu de Dios; un corazón “abierto”, sensible y capaz de obrar el bien.
El Espíritu es quien nos renueva
El profeta Ezequiel aclara: “Les daré un corazón nuevo, y les infundiré
un espíritu nuevo. Arrancaré de ustedes el corazón de piedra, y les daré un
corazón de carne. Les daré mi Espíritu y haré que guarden mis caminos y que
pongan por obra mis leyes y preceptos” (Ez 36, 26-27).
Es el Espíritu de Dios quien
nos renueva, el único capaz de transformar nuestros corazones, y hacernos
personas nuevas… sin embargo, como dijimos en el post anterior, a la acción del
Espíritu le sigue la nuestra: ¡Hay que guardar los caminos del Señor
y poner por obra sus leyes y preceptos!
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