En una triste
mañana
se apareció el
Señor.
Los apóstoles
reunidos
para empezar la
labor.
Invitóles Jesús
a comer
pan y pescado en
sazón,
ellos, pronto
corrieron
donde Cristo,
Dios.
Invadíales gozo
y alegría,
pues sabían que
era el Señor.
Pedro, no así,
pensativo,
dolíale el
corazón,
pues tres veces
había negado
al Divino
Redentor.
Y, ¿Cómo
sentirse contento
después de tal
acción?
¿Cómo conversar,
y reír,
y comer sin
dolor?
Jesús, que el alma conoce,
y no le es ajeno
el interior,
sabía que Pedro
había pecado,
mas no le
despreció:
"Simón,
hijo de Juan, ¿Me amas?"
- "Oh,
Señor,
tú sabes que te
quiero".
Y Jesús le
contestó:
"Apacienta
mis corderos".
Por segunda
vez,
preguntóle al
pescador:
"Me amas, dilo".
Pedro respondió:
"Tú sabes
que te quiero",
Y Jesús le
contestó:
"Apacienta
mis corderos".
Y por tercera
ocasión,
en aquel día
venturoso
en que Pedro
cambió,
lanzó Jesús la
pregunta
con que
reclamaba el amor.
Entristecióse el
apóstol
luego que oyó la
cuestión.
Comprendió que
había fallado
mas no se le
negaba perdón.
Respondió
lentamente,
mas con entera
resolución,
puso en ella
toda el alma
y su herido
corazón:
"Maestro,
tú lo sabes todo,
que te quiero...
es razón".
"Apacienta
mis ovejas",
fue la respuesta
que le dio.
Y se llenó de
contento,
y su entusiasmo
floreció:
Ya no era la
oveja perdida
porque al redil
volvió.
¿Qué le faltaba
ahora
si lo perdido
encontró?
Y de labios del
Maestro
escuchó una
remota voz,
la misma con que
años antes
sintió su
vocación:
"Sígueme".
Y Pedro,
con el alma
agradecida... le siguió...
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