“Les conviene que yo me vaya, porque si no me voy,
el Espíritu Consolador no vendrá a ustedes…”
(Ver Jn 16, 7)
Promesa Divina
Jesús, antes de subir al cielo, prometió que enviaría al
"Parácleto", al "Consolador" (Hch 2, 1 – 4). Pues bien, el Espíritu Santo no fue sólo para los
primeros cristianos. Él sigue actuando en todos nosotros, en la Iglesia y en el
mundo. El Espíritu Santo, enviado a los apóstoles el día de Pentecostés, es el
Don del Padre que Jesús promete para que continúe su obra de salvación en el
mundo.
El libro de los Hechos de los Apóstoles nos muestra al
Espíritu Santo interviniendo desde el principio de la Iglesia en los momentos
más importantes de su misión: Él ordena, prohíbe, anima a los discípulos y los
instruye en las circunstancias difíciles para tomar decisiones (Ver Hch 8, 29 –
35). El Espíritu Santo nos impulsa y orienta a nosotros, también hoy, rumbo a
la santidad.
“Señor y dador de
vida”
La Iglesia profesa su fe en el Espíritu Santo como "Señor
y dador de vida", así lo decimos cada vez que proclamamos nuestro Credo. En el Símbolo se añade
que también "habló por los profetas". Son palabras que la Iglesia recibe de la
fuente misma de su fe: Jesucristo. En efecto, según el Evangelio de San Juan,
el Espíritu Santo nos es dado con la nueva vida, como anuncia y promete Jesús: "Si
alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que cree en mí; como dice la Escritura:
De su seno correrán ríos de agua viva" (Jn 7, 37). Y el Evangelista explica: "Esto
decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en Él" (Jn
7, 39).
Así pues, creemos firmemente que Dios es el Señor de la
Historia, y que a través de la acción del Espíritu Santo en la iglesia y en el
mundo cuida desde las cosas más pequeñas hasta los grandes acontecimientos de
la historia.
Es por esto que todos necesitamos colaborar y trabajar
con el Espíritu Santo en la Iglesia para hacer el mundo que Dios creó con tanto
amor, más justo y fraterno, en el que todos tengamos lo necesario para vivir y
crecer como hijos de Dios.
Él sigue actuando
por nosotros
La Encíclica "Dominum et vivificantem" ("Señor y dador de
vida", Carta Encíclica sobre el Espíritu Santo, 18 de mayo de 1986), presenta al
Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, y que con ambos recibe igual
adoración y gloria, como una Persona Divina, que está en el centro de la fe
cristiana, y que es la fuente y fuerza dinámica de la renovación de la Iglesia.
En nuestra época, pues, estamos de nuevo llamados, por la fe siempre antigua y
siempre nueva, a acercarnos a Él, Señor y dador de vida.
De este modo, la Iglesia responde también a ciertos
deseos profundos, que trata de vislumbrar en el corazón de los hombres de hoy:
Un nuevo descubrimiento de Dios en su realidad
trascendente de Espíritu infinito, como lo presenta Jesús a la Samaritana; la
necesidad de adorarlo en "espíritu y en verdad" (Jn 4, 24); la esperanza de
encontrar en Él el secreto del amor y la fuerza de una nueva creación (Ver Rom
8, 22): Sí, precisamente a Aquel que es Señor y dador de vida.
La Iglesia se siente llamada a esta misión de anunciar al
Espíritu mientras, junto con la familia humana, se encamina esperanzada en la
vivencia de un nuevo milenio.
En la perspectiva de un cielo y una tierra "que pasarán",
la Iglesia sabe bien que adquieren especial elocuencia las palabras "que no
pasarán" (Mt 4, 35). Son las palabras de Cristo sobre el Espíritu Santo, fuente
inagotable del "agua que brota para la vida eterna" (Jn 4, 14), que es verdad y
gracia salvadora, que sigue vivo, presente y operante en su Iglesia...
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