Cuando profesamos nuestra fe, comenzamos diciendo: “Creo”. Así pues, quien dice “yo creo”, está diciendo “me uno a los que también creen”. Al tener una misma fe, también necesitamos una misma manera de profesarla (Ver CEC 185). Por eso, se acuñaron los “símbolos de la fe”.
“Símbolo” viene de una palabra
griega “simbolon”, y significa la forma de exteriorizar un pensamiento o idea,
así como el signo o medio de expresión al que se atribuye un significado
“convencional” (aceptado por muchas personas).
Desde sus inicios, la Iglesia
expresó y transmitió su fe en fórmulas breves, que todos podían (y para formar
auténtica comunidad "debían") usar. Estos resúmenes orgánicos y articulados,
recogían lo esencial de la fe que profesamos. Estas fórmulas también se
llamaron “profesiones de fe”, porque resumen esencialmente las creencias que
profesamos; también se les llamó “credos”, porque la primera palabra con la que
inician, normalmente, es “creo” (Ver CEC 186 – 187).
Entre todos los símbolos de la
fe, dos ocupan un lugar muy particular en la vida de la Iglesia:
Primero, el llamado “Símbolo
de los Apóstoles” (Ver CEC 194), y que constituye, por así decirlo, “el más
antiguo catecismo romano” (Ver CEC 196):
“Creo en Dios Padre
todopoderoso, creador del cielo y de la tierra. Creo en Jesucristo, su único
Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nació de la Virgen María. Padeció bajo el
poder de Poncio Pilato. Fue crucificado, muerto y sepultado. Descendió a los
infiernos. Al tercer día resucitó de entre los muertos. Subió a los cielos, y
está sentado a la diestra de Dios Padre todopoderoso. Desde allí ha de venir a
juzgar a vivos y muertos. Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica,
la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la
carne, y la vida eterna. Amén”.
Y el “Credo Niceno – Constantinopolitano”,
más extenso, fruto de las conclusiones emanadas de los dos primeros concilios
ecuménicos: Nicea (año 325) y Constantinopla (381).
Este Símbolo podemos dividirlo en tres partes (Ver CEC
190 – 191):
1. Dios Padre, y
su obra admirable de la Creación
“Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la
tierra, de todo lo visible y lo invisible”.
2. Jesucristo, y su misterio de Redención
“Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del
Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz. Dios verdadero de
Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por
quien todo fue hecho; que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación,
bajó del cielo; y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y
se hizo hombre. Y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio
Pilato; padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las
Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo
vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin”.
3. Finalmente, el Espíritu Santo, fuente y principio de nuestra
santificación
“Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del
Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo, recibe una misma adoración y
gloria, y que habló por los profetas. Creo en la Iglesia, que es Una, Santa,
Católica y Apostólica. Confieso que hay un solo Bautismo para el perdón de los
pecados. Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén”.
Cuando decimos “creo” estamos
manifestando nuestra fe, lo que creemos, es decir: El misterio de Dios vivo y
lo que Él ha dicho y hecho para nuestra salvación.
Proclamamos el Credo en las
grandes solemnidades, cuando la comunidad cristiana está reunida y desea hacer
pública profesión de la fe que profesa.
Nosotros, al terminarlo,
decimos: “Esta es nuestra fe, esta es la fe de la Iglesia que nos gloriamos de
profesar en Jesucristo, nuestro Señor”. Indicando con esto nuestra adhesión a estos principios, fundamentales para nuestra fe, y nos une a los que, como nosotros, también creen...
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