“Verdaderamente este hombre
era el Hijo de Dios…”
(Mc 15, 39)
era el Hijo de Dios…”
(Mc 15, 39)
Los primeros cristianos, ante la necesidad de dar razón
de su fe, y de ofrecer verdadero testimonio de lo que creían, fueron poco a
poco explicitando las verdades que ahora todos nosotros profesamos. Una de
estas afirmaciones principales es la fe en Jesucristo, como el Hijo de Dios.
Jesús, el Hijo de Dios
Verdad básica y fundamental de la fe cristiana es
profesar que Jesús, el hijo de María, es el Hijo de Dios. La Iglesia primitiva,
para explicar esta realidad, acudió a lenguajes diferentes y variados.
Aquel Dios, que había hablado tantas veces y de tantas
maneras al pueblo, ahora hablaba por medio de su Hijo (Heb 1, 1). Dicho con más
profundidad, en Jesús no escuchamos simplemente una palabra de Dios; Jesús
mismo es la Palabra de Dios, hecha carne, hecha vida humana (Ver Jn 1, 14).
Jesús es Dios, hablándonos a los hombres desde la vida concreta de un hermano.
Aquel Dios que de tantas formas y que de múltiples maneras había intervenido en la
historia de los hombres para liberarlos, ahora actúa en Jesús y desde Jesús,
de una manera única y definitiva, con la intención de salvar a todos los
hombres. Dirá San Pablo: “Era Dios, quien reconciliaba consigo al mundo entero en Cristo” (2 Cor
5, 19).
Ese Dios, que en ocasiones nos resultaba “lejano”, “misterioso”
e “inaccesible”, ahora se nos ha hecho cercano y visible en
la vida concreta de Jesús. Este hombre, que nació de la Virgen María por obra y
gracia del Espíritu Santo, es Dios, viviendo una vida humana como la nuestra.
Es por eso que en la persona y en la vida de Jesús “se nos ha manifestado la
bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor a los hombres” (Tit 3, 4).
En Jesús, pues, Dios se ha acercado a los hombres y se ha
identificado con nuestros problemas hasta tal punto que a este Hombre hay que
llamarlo “Emmanuel”, es decir: “Dios – con – nosotros” (Ver Mt 1, 23). Sólo en
Jesús y desde Jesús se nos ofrece Dios como “Salvador”.
La comunidad cristiana ha sentido la necesidad de
atribuir a Jesús diversos nombres o títulos que, dentro de sus limitaciones,
tratan de recoger la fe de los creyentes. He aquí algunos de ellos:
Jesús es el único mediador entre Dios y los hombres (1
Tim 2, 5). Él es el único Salvador en el que podemos poner nuestras esperanzas
(Hech 5, 31). Más aún, Jesús es confesado como Señor, el mismo nombre que se le
da a Dios entre los judíos de lengua griega. Jesús es el “Kyrios”, es decir, el
que vive ahora resucitado, realizando toda la actividad salvadora que el pueblo
atribuye a Dios.
Sin embargo, el título más significativo y el que irá
adquiriendo una profundidad cada vez mayor en la Iglesia, es el de “Hijo de
Dios”, pues por una parte nos indica que Jesús es el Hijo obediente y fiel a su
Padre (de quien ya hemos hablado en el post anterior), y por otro, que tiene su
origen no en sí mismo, sino en Dios. Jesús, pues, habla, actúa, vive y existe
no desde sí mismo, sino desde su Padre Dios.
Exigencias para nuestra fe cristiana
No podemos terminar sin reconocer algunas de
las exigencias que implica para nuestra fe cristiana reconocer a Jesús como el
Hijo de Dios:
- No es posible creer en un Dios que se ha hecho hombre
buscando la liberación de la Humanidad, y no esforzarse por ser más hombres o
mujeres cada día, y trabajar por un mundo más humano y liberado.
- No es posible creer en un Dios que ha querido compartir
nuestra vida para restaurar todo lo humano, y al mismo tiempo colaborar en la
deshumanización de nuestra sociedad, atentando de alguna manera contra la
dignidad o los derechos de toda persona, aún de la que no es viable fuera del vientre materno.
- No es posible creer en un Dios que se ha entregado hasta
la muerte por defender y salvar a los hombres, y al mismo tiempo pasarse la
vida sin hacer nada por nadie.
- No es posible creer en un Dios que se ha hecho solidario
de la humanidad, y al mismo tiempo organizar la propia vida de manera
individualista y egoísta, ajenos totalmente a los problemas del prójimo.
- No es posible creer en un Dios que busca para el hombre
un futuro de justicia, liberación y
amor, y al mismo tiempo no hacer nada ante las situaciones diversas de nuestra
cultura, tan ajenas y lejanas a esta meta final.
Jesús, aquel hombre concreto que vivió en Palestina hace
más de dos mil años; aquel niño que tuvo que aprender de su madre, de José, de
los maestros de su tiempo y que bebió de su cultura concreta; aquel hombre que
entrado en años se retiró de su casa para cumplir la voluntad de su Padre;
aquel que obró señales milagrosas y que era potente en sus palabras; aquel que
murió y resucitó; aquel que ahora creemos que vive y que algún día volverá
cargado de gloria para juzgarnos, es verdadero hombre y verdadero Dios. En todo
se hizo semejante a nosotros, menos en el pecado (Ver Heb 4, 15)…
La filiación que proviene de su Padre es auténtica, y los
cristianos creemos que en Él, todos hemos sido hechos sus hijos por adopción
(Ver Gal 4, 4 – 5; Ef 1, 5; Rom 8, 15).
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