“Lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo,
lo que desates en la tierra, quedará desatado en el
cielo…”
(Ver Mt 16, 19)
Es simple constatar que, en el mundo que nos rodea, hay
cosas positivas y negativas, como pueden serlo también nuestras acciones. El
“secreto” está en que a veces no queremos optar ni esforzarnos por
realizar el bien. Pero de que es urgente y necesario que lo hagamos, no nos
queda la menor duda…
Para entender mejor el sentido de “conversión”
(“metanoia”, en griego), nuestro credo contiene una verdad básica de nuestra fe
y en la cual profundizaremos hoy: el perdón de los pecados.
Acerca del perdón de Dios
En primer lugar, hay que tomar conciencia del mensaje
bíblico acerca del perdón de Dios: mensaje ampliamente desarrollado en el
Antiguo Testamento y que encuentra en el Nuevo su plenitud. La Iglesia, fiel
continuadora de este mensaje, lo profesa en su Credo.
El Antiguo Testamento nos habla de diversas maneras del
“perdón de los pecados”. A este respecto, encontramos una terminología muy
variada: el pecado es “perdonado”, “borrado” (Ex 32, 32; Sal 50), “expiado” (Is
6, 7), o “echado a la espalda” (Is 38, 17). Esta “disponibilidad de Dios” al perdón
no atenúa la responsabilidad del hombre ni la necesidad de su esfuerzo por
convertirse; al respecto, el profeta Ezequiel aclara: “si el malvado se aparta
de su conducta perversa, su pecado ya no será recordado y vivirá; pero si el
justo comete maldad, morirá a causa de su pecado…” (Ver Ez 18).
Por otro lado, en el Nuevo Testamento, el perdón de Dios
(“que es lento para enojarse y generoso para perdonar”), se manifiesta a través
de las palabras y los gestos de Jesús. Al perdonar los pecados, el Señor nos
muestra el rostro de Dios, Padre Misericordioso. Tomando posición contra
algunas tendencias religiosas caracterizadas por una hipócrita severidad con
respecto a los pecadores, explica en varias ocasiones cuán grande y profunda es
la misericordia de Dios para con todos sus hijos (Ver CEC 1443).
En el Evangelio según San Lucas encontramos la parábola
del “hijo pródigo” (Lc 15), en ella se nos habla de un “padre
misericordioso”, conteniendo en sí todos los rasgos de la paternidad y
maternidad trascendiéndolos. Al arrojarse al cuello de su hijo lo rodea con su
perdón. A la luz de esta revelación se comprenden las palabras de Jesús,
desconcertantes para la lógica humana: “habrá más alegría en el cielo por un
solo pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan
de conversión” (Lc 15, 7).
El misterio de la “vuelta a casa” del hijo, expresa
admirablemente el encuentro entre el Padre y la Humanidad, entre la
misericordia y la miseria, en un círculo de amor que no atañe sólo al hijo perdido,
sino que se extiende a todos los hombres.
La invitación al banquete que el padre dirige al hijo
mayor, implica la exhortación del Padre a todos los miembros de la familia
humana, para que también ellos aprendan a obrar con misericordia y perdonar: La
experiencia de la “paternidad” de Dios conlleva en sí misma la aceptación de la
“fraternidad” con todos los hombres, incluso con aquellos que han pecado.
Al narrar la parábola, Jesús no solamente habla del
Padre, también deja vislumbrar sus propios sentimientos. Frente a los fariseos
y escribas (a quienes va dirigida realmente la parábola), que lo acusan de
recibir a los pecadores y comer con ellos (Ver Lc 15). Jesús demuestra que
“prefiere” a los pecadores y publicanos que se acercan a Él con confianza y así
revela que fue enviado a manifestar la misericordia del Padre: la que
resplandece sobre todo en el Gólgota, en el Sacrificio que Cristo ofrece para
el perdón de todos los pecados (Ver Mt 26, 28).
El perdón de Dios hoy
Ahora bien, este perdón de las culpas ha sido delegado
por Cristo a sus Apóstoles y a sus Sucesores. El poder de perdonar los pecados
(o de retenerlos), es una encomienda muy importante que Cristo delegó a los
continuadores de su obra salvadora.
Cuando nos acercamos a confesar nuestros pecados, es
Cristo mismo quien los perdona. El Credo relaciona “el perdón de los pecados”
con la profesión de fe en el Espíritu Santo. En efecto, Cristo resucitado
confió a los Apóstoles el poder de perdonarlos cuando les dio esta efusión.
Por supuesto que el Bautismo es el primero y el principal
Sacramento para el perdón de los pecados: nos une a Cristo muerto y resucitado
y nos brinda al Espíritu Santo, incorporándonos a la Iglesia y ofreciéndonos su
amistad; pero después, por voluntad de Cristo mismo, la Iglesia posee el poder
de perdonar todos los pecados posteriores al bautismo, ejerciéndolo de forma
habitual en el Sacramento de la Penitencia por medio de los Obispos y
Presbíteros.
Un documento antiquísimo y valiosísimo de San Agustín nos
aclara esta verdad:
“En la remisión de los pecados, los sacerdotes y los
Sacramentos son meros instrumentos de los que quiere servirse nuestro Señor
Jesucristo, único autor y dispensador de nuestra salvación, para borrar
nuestras iniquidades y darnos la gracia de la justificación” (Ver De
Catechizandis Rudibus 1, 11. 6)
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