“Nuestro Dios no es un Dios de muertos,
sino de vivos, porque todos viven por Él…”
(Ver Lc 20, 38)
Esta es una verdad de fe importantísima; muy unida a la
resurrección de los muertos, creer en la vida eterna es hablar de “trascendencia”,
del deseo de todo ser humano de “ir más allá”, de “no morir para siempre”.
Se puede resumir brevemente así: “Creer en la vida eterna
es creer que después de esta vida terrena, resucitando, se vivirá para siempre:
eternamente felices o eternamente desgraciados”.
Los novísimos
Hasta hace unos cuantos años, los “novísimos” (esas
verdades “siempre tan antiguas y tan nuevas”. Ver Mt 13, 51 – 52) eran “tema
obligado” de todos los ejercicios espirituales durante el tiempo de la
cuaresma. Involucran verdades dignas de profundización y de reflexión, de
suerte que nunca se estará “suficientemente seguro” de agotar su riqueza, y de
pensar en ellas cambiando la vida terrena. Los temas que abarcan son:
1. Muerte.
2. Juicio.
3. Infierno.
4. Purgatorio.
5. Cielo.
Hablemos brevemente de cada uno de ellos…
La muerte
La muerte es el fin natural de todo ser creado por Dios y
que vive en este mundo. Es el término de su existencia terrena, regida por las
leyes naturales, y circunscrita en un espacio y tiempo determinados.
Con la muerte cesan todas las funciones “físicas” de la
persona humana (de ahí el término “difunto” = “sin funciones”), y se puede
entender como “el paso obligado” para llegar a la vida eterna.
La muerte siempre es un “misterio”, pero para los
cristianos no se trata del fin sino del inicio de una vida nueva, distinta y
mejor.
El prefacio para los difuntos I, resume esta verdad así:
“Para quienes creemos en ti, Señor, la
vida se transforma, no se acaba; y disuelta nuestra morada terrenal, se nos prepara
una mansión eterna en el cielo...”
Juicio
El Catecismo de la Iglesia Católica, en sus números 1021
y 1022 afirma:
“La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo
abierto a la aceptación o al rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo
(Ver 2 Tm 1, 9-10). El Nuevo Testamento habla del juicio principalmente en la
perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida (“Parusía”);
pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata
después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe. La
parábola del pobre Lázaro (Ver Lc 16, 22) y la palabra de Cristo en la Cruz al
buen ladrón (Ver Lc 23, 43), así como otros textos del Nuevo Testamento (Ver 2
Co 5, 8; Flp 1, 23; Hb 9, 27; 12, 23) hablan de un último destino del alma (Ver
Mt 16, 26) que puede ser diferente para unos y para otros.
Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal
su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo,
bien a través de una purificación (Ver Concilio de Lyon II: DS 856; Concilio de
Florencia: DS 1304; Concilio de Trento: DS 1820), bien para entrar
inmediatamente en la bienaventuranza del cielo (Ver Concilio de Lyon II: DS
857; Juan XXII: DS 991; Benedicto XII: DS 1000-1001; Concilio de Florencia: DS
1305), bien para condenarse inmediatamente para siempre (Ver Concilio de Lyon
II: DS 858; Benedicto XII: DS 1002; Concilio de Florencia: DS 1306).
Infierno
(condenación)
Dios nos hizo libres y con voluntad para decidir a favor
o en contra de su Gracia. Así pues, cuando el ser humano decide apartarse de la
Amistad con Dios, opta por la condenación eterna.
La enseñanza de la Iglesia es clara: afirma la existencia
del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado
mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren
las penas del infierno, “el fuego eterno” (Ver DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002;
1351; 1575; Credo del Pueblo de Dios, 12). La pena principal del infierno
consiste en la “separación eterna de Dios” en quien únicamente puede tener el
hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira...
Purgatorio
(purificación)
Al cielo no puede entrar nada manchado. Los que mueren en
la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque
están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una
purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría
del cielo.
La Iglesia llama “purgatorio” a esta purificación final
de los elegidos, que es completamente distinta del castigo de los condenados.
La Iglesia ha formulado la doctrina de la fe relativa al
purgatorio sobre todo en los Concilios de Florencia (Ver DS 1304) y de Trento (Ver
DS 1820; 1580).
Como vemos, esta es una verdad de fe insinuada en la
Sagrada Escritura (1 Co 3, 15; 1 Pe 1, 7; 2 Mac 2, 46), enseñada por el
Magisterio de la Iglesia y aconsejada por la Tradición.
Cielo (premio
eterno)
Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están
perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre
semejantes a Dios, porque lo ven “tal cual es” (1 Jn 3, 2), “cara a cara” (Ver
1 Co 13, 12; Ap 22, 4).
Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta
comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos
los bienaventurados se llama “el cielo”: El fin último y la realización de las
aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha...
En la gloria del cielo, los bienaventurados continúan
cumpliendo con alegría la voluntad de Dios con relación a los demás hombres y a
la creación entera. Ya reinan con Cristo; con Él “ellos reinarán por los siglos
de los siglos” (Ap 22, 5; Ver
Mt 25, 21. 23).
¡El objetivo para el cual fuimos creados y el premio otorgado por Dios a sus
fieles!
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