“Jesús
recorría todos los pueblos y aldeas,
enseñando
en las sinagogas judías,
anunciando
la buena noticia del Reino
y
sanando todas las enfermedades y dolencias…”
(Ver Mt 9, 35)
Jesús realizó y anunció el Reino de Dios con su
predicación, pero no sólo pronunció palabras, sino que ofreció hechos como una
señal de la llegada del Reino. Él mismo dice: “Pero si yo echo los demonios con
el poder del Espíritu de Dios, quiere decir que ha llegado a ustedes el Reino
de Dios” (Mt 12, 28).
Cuando Juan el Bautista le envía mensajeros para
averiguar si Él es el Mesías que esperaban, Jesús responde: “Vayan y cuéntenle
a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos
quedan sanos, los sordos oyen, los muertos resucitan y se predica la Buena
Nueva a los pobres” (Mt 11, 4 - 5).
Las acciones de Jesús a favor de los hombres y los
enfermos muestran que ha llegado el Reino de Dios. Cuando la liberación, la
justicia, la fraternidad y la reconciliación empiecen a realizarse entre
nosotros, será la señal de que el Reino de Dios está ya presente con su fuerza
salvadora.
¿Qué son los
milagros?
Popularmente la gente entiende como milagro “algo” que
acontece de forma maravillosa y espectacular.
Algunos lo entienden, más bien, como hechos que “rompen
las leyes de la naturaleza”.
San Agustín dirá que los milagros son necesarios “para
que nuestra inteligencia pueda ocuparse en Dios, para que nosotros, al admirar
sus obras visibles, descubramos al Dios invisible y despertar a la fe, y por la
fe deseemos ver de una manera invisible al que a través de las cosas visibles
hemos conocido como el invisible” (Ver “Tratado sobre la Sabiduría” No. 50).
En los evangelios, así, los milagros se refieren a
Cristo. Se trata de portentos, señales grandiosas, extraordinarias y muy buenas
para quien las recibe. Son hechos que despiertan admiración, asombro. Se les
llama “señales”, “signos”, “obras”, “fuerzas”, “milagros”, o “prodigios”.
Los milagros de
Jesús
Jesús realiza siempre sus milagros a favor de los demás.
Nunca en beneficio propio. Cuando se lo proponen, como en las tentaciones del
desierto, él rechaza hacerlo (Ver Mt 4, 3 - 10), y en su Pasión no hará ningún
milagro para liberarse ni de las cadenas ni de la muerte...
El Señor nunca usó su poder para castigar a nadie. Acordémonos
de Santiago y Juan, quienes querían hacer llover fuego sobre los samaritanos porque
no recibieron a Jesús (Lc 9, 52 - 55).
Jesús tampoco realizó milagros para aparecer ante la
gente, no los hará ante Herodes o los fariseos como demostraciones teatrales...
Los realiza siempre en forma sencilla, discreta. No se
presenta como un hechicero o mago dotado de poderes ocultos, ni hace gestos
extraordinarios o llamativos. Toca los ojos, hace un poco de lodo, dice unas
cuantas palabras… todos, gestos muy sencillos.
A Jesús no le interesa llamar la atención. Lo que
realmente le importa es hacer la voluntad de su Padre y llevar a los hombres a
la confianza y a la comunión con Él. Por eso, en varias ocasiones, pedirá que
no se divulguen los milagros (es el llamado “secreto mesiánico”).
Pudiéramos dividir así los milagros de Jesús:
Curaciones de enfermos:
Ciegos, sordos, paralíticos… San Marcos lo resume
diciendo: “Jesús sanó a muchos enfermos con dolencias de toda clase” (Mc 1, 34)
Expulsiones de demonios:
Muestran la lucha de Cristo contra el mal, anticipan la
gran victoria de Jesús sobre “el príncipe de este mundo” (Jn 12, 31).
Muchas veces (por no decir que “siempre”) los posesos son
enfermos… pues para la gente del tiempo de Jesús, la enfermedad y la posesión
del demonio estaban muy relacionadas.
Resurrecciones:
El poder de Jesús sobre el mal corporal se extiende hasta
vencer la muerte.
Los evangelios nos relatan tres casos de resurrección
(que debería entenderse más bien como “revivificación”):
- La hija de Jairo (Mc 5, 21 - 43)
- El hijo de la viuda de Naím (Lc 7, 11 - 17)
- Lázaro (Jn 11, 1 - 44).
Finalmente, otros milagros se refieren a cosas de la
naturaleza:
El agua cambiada en vino en las bodas de Caná, la
multiplicación de los panes, la pesca milagrosa, la tempestad calmada...
Los milagros signos del Reino
Los milagros muestran que el Reino que Jesús anuncia no
es algo meramente espiritual, sino que toca todo el hombre, incluyendo también
su cuerpo.
Al liberarlos de los males terrenos como el hambre, la
injusticia, la enfermedad y la muerte, Jesús muestra su poder en todas sus
manifestaciones (Ver Jn 6, 5 - 15; Lc 19, 8; Mt 11, 5).
Sin embargo, Jesús no vino para abolir todos los males terrenos,
sino para liberar a los hombres de la esclavitud más grave, de una herida más
profunda que la enfermedad y la muerte… Él vino a liberarnos del pecado: la causa
principal de todos los males que existen.
Los milagros de Jesús son signos del Reino: “Si por el
Espíritu de Dios expulso los demonios, es que ha llegado a ustedes el Reino de
Dios” (Mt 12, 28), por ello, representan la derrota absoluta del mal, del “Satán”
(Lc 13, 10 - 17). El Señor los realiza no sólo para quitar el mal visible, son
la salvación y liberación profunda del hombre que le permite ir en el
seguimiento de Jesús y tomar parte en su Reino.
Lo vemos, por ejemplo, en la curación del ciego de
nacimiento (Jn 9, 1 - 41). En la curación del paralítico da un signo de la
realidad más profunda del perdón de los pecados (Mc 2, 1 - 12). Este perdón va
a hacer “hombres nuevos”, cambiados desde dentro, capaces de glorificar a Dios
y de vivir en el amor.
Algunas curaciones muestran que Jesús abre su Reino a
todos y en especial a los pobres y despreciados, como los leprosos y los
paganos (Mt 8, 1 - 13). También ellos, así, reciben un llamado especial para
formar parte del Reino.
Los milagros, señales para la fe
Los milagros de Jesús no fueron hechos espectaculares.
Más bien, están unidos a la fe.
En varias ocasiones Jesús dice a los que han sido
curados: “Tu fe te ha salvado” (Ver Mt 9, 22; Mc 10, 51 - 52; Lc 17, 19).
Esto no significa que la fe “haga los milagros”. Quien los
hace siempre es Jesús.
Pero Él pide confianza en su poder, una fe inicial que
después se hace más fuerte con el milagro. Donde Jesús se encuentra con gentes
cerradas a la fe, simplemente no hace milagros, como sucedió en Nazaret (Mt 13,
58) o ante los fariseos o Herodes (Lc 23, 8 - 9).
Cuando estuvo en Caná, San Juan dice que “este fue el
principio de las señales milagrosas que hizo Jesús… así manifestó su gloria y
sus discípulos creyeron en Él” (Jn 2, 11). Los milagros, pues, son señales para
la fe… los de corazón sencillo y abierto descubrirán la grandeza de Jesús, y algunos
podrán maravillarse y preguntar: “¿Quién es éste?” (Mc 4, 41).
Los milagros, finalmente, no son “pruebas que obliguen a
creer”. Incluso algunos los consideraron “obras del demonio”.
Dios quiere una fe libre, una confianza nacida del
corazón. Por ello, los milagros son señales que unos entienden y otros… por más
que los vean, no.
No hay comentarios:
Publicar un comentario