“Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz…
pero que no se haga como yo quiero, sino como quieres tú”
(Ver Mt 26, 39)
La tristeza
Luego de la Cena, Jesús recorrió junto a sus tres amigos:
Pedro, Santiago y Juan, el camino hacia el monte de los Olivos (también llamado
“Getsemaní”), surcando la llamada “escala de los Macabeos”. Se encontraba a una
media hora de camino de la ciudad... era muy fácil llegar…
Una vez allí, Jesús empezó a sentir
en su alma una tristeza extraña… intensa... tristeza que dejó a todos sin saber qué decirle
ni cómo consolarle. Era ya el día de la Pascua.
Esos tres amigos eran los mismos que estuvieron con él en la transfiguración del Monte Tabor, allí contemplaron su gloria… fueron también los mismos que vieron con sus propios ojos la resurrección de la hija de Jairo... Sin embargo, ahora serían testigos de algo mucho más difícil de entender: la agonía de Cristo, que quedará reducido a un hombre despojado de cualquier gloria o esplendor, como si estuviese totalmente derrotado.
Pese a todo, son llamados a seguir
creyendo que Él es Dios y hombre verdadero, y que aunque puedan contemplarlo
humillado, derrotado y sufriente, puedan ser capaces de percibir en Él al tan
esperado Mesías... Es una situación de escándalo, de escarnio, de bajeza, que sólo podría superarse con
una fe nueva.
Jesús se retiró a la distancia “como a un tiro de piedra” y, según dice el Evangelio, “empezó a entristecerse y a sentir una angustia de muerte”. Como vemos, no se trata de una batalla cualquiera, sino de una prueba que requerirá de todo su amor, sintiéndose solo y... abandonado…
Jesús ora
Jesús sufre, y en su interior sin duda se “dislocaban” los “supuestos” y los “probables”. Él sabía que acabaría “mal”, pero no “qué tanto”. Se había enfrentado a las autoridades de su tiempo y era “lógico” pensar que éstos tomarían su “venganza”… Ha comenzado la Pasión cruenta (con derramamiento de sangre).
Pero no cede, el Señor sigue
rezando… y seguirá amando la voluntad de su Padre, pues también quiere que sea
la suya… y amará a los hombres, a todos, pues aunque algunos son los causantes de tan
intenso dolor, serán ellos y todos los hombres después los depositarios de los bienes que atraiga su pasión.
Jesús llamará a su Padre con acentos de un hijo pequeño, le llamará “Abba”… esta linda oración, tan desconocida en cualesquiera otros labios, en los de Jesús es frecuente y tiene un sentido pleno y plenificador.
Jesús se ha manifestado como el
Hijo que cumple la voluntad amorosa de su Padre. Ahora, pues, veremos al Padre que
quiere salvar a los hombres por la línea del máximo amor: entregando a su Hijo;
y por otro lado, veremos al Hijo que quiere esa voluntad, aunque cueste tanto
dolor… ¡Ah, este es el precio de la salvación de los hombres: un acto supremo
de bondad y de misericordia!
Los discípulos durmieron
En el estado en que se encontraba,
Jesús buscó consuelo en los suyos. El Evangelio dice que “volvió junto a sus
discípulos y los encontró dormidos; entonces dijo a Pedro: ¿Ni siquiera han
sido capaces de velar una hora conmigo?”
Sin duda, triste es la queja para los
que no han sabido estar a la altura de tan especiales circunstancias.
Los discípulos se excusarán por el
cansancio, pero su sueño extraño es causa de “la tristeza que los embargaba”, sufren
una especie de “evasión”, han preferido “huir” de aquella prueba… y Jesús se
los recrimina... ¡Los problemas se solucionan enfrentándolos, no huyendo!
El Maestro, después de pasar
momentos intensos de angustia, tratará de volcarse en aquellos que no saben ni
pueden hacer más… Les dice: “Velen y oren, para que no caigan en tentación,
porque el espíritu está pronto, pero la carne es débil...”
Hágase tu voluntad
Ya muy entrada la noche, Cristo se retiró durante un tiempo considerable, repitiendo la misma oración… sufriendo una agonía que no puede superarse ni siquiera con el consuelo del ángel.
El Evangelio dice que “de nuevo se
apartó por segunda vez y oró...” luego, “volvió otra vez y encontró a
sus amigos dormidos”. Entonces, “dejándolos, se apartó una vez más, y oró por
tercera vez repitiendo las mismas palabras”.
Jesús nos había enseñado a “orar
sin desfallecer”. Pues bien, la insistencia de sus plegarias se traducen en un
amor que "no se raja"; se trata de una verdadera pasión en el alma, pasión que se
lleva también al cuerpo, experimentando al mismo tiempo dolor y placer… o
placer y dolor... Jesús aparece como un desecho de los hombres, está humillado
y aparentemente derrotado; pero sigue
allí, de rodillas, y supera una y otra vez la tentación del acobardamiento y
así su oración se hace más viva e intensa.
Jesús sudó sangre
La agonía del Señor llegó a tal extremo, que todo su cuerpo quedó empapado en ese extraño sudor de sangre que los doctores afirman que puede ocurrir en “casos límite”.
La angustia de su alma llegó a
convertirse en terror, pero no le venció. Jesús no desiste en su empeño de
entregarse para salvación de los hombres. Desea con todo su corazón cumplir con
la voluntad de su Padre, y resiste, triunfando.
Y fue allí, en Getsemaní, donde
Jesús se redimió a sí mismo: Sí, fue allí donde luego de gritar, de llorar, de
increpar, de preguntar y de no encontrarse con las mejores respuestas, se
levantó, limpió su rostro y, libre y seguro, se propuso redimir a los demás, en
paz y en silencio…
La Pasión ha comenzado… ya ha
llegado el traidor con su tropa… ¡A redimir al mundo!
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