jueves, 4 de agosto de 2016

EL REINO




“Después del arresto de Juan,
Jesús se fue a Galilea, proclamando la buena noticia de Dios.
Decía: El plazo se ha cumplido.
El Reino de Dios está llegando…”
(Ver Mc 1, 14)

El tema central de la predicación de Jesús era la soberanía real de Dios. Jesús inaugura su actividad liberadora y salvífica proclamando como buena noticia (como “Evangelio”) la llegada del Reino de su Padre: “El tiempo se ha cumplido, y el Reino de Dios está cerca: Conviértanse y crean en el Evangelio” (Mc 1, 15).

El Reino de Dios es, por tanto, el centro de la predicación y del mensaje de Jesús. Él mismo reconoce que para eso ha sido enviado por el Padre: “Debo anunciar también a las otras ciudades la Buena Nueva del Reino de Dios, porque para eso fui enviado” (Lc 4, 43).

Jesús vive para la “causa del Reino”

Jesús aparece en los Evangelios como un hombre apasionado por una causa: Anunciar y hacer presente el Reino de su Padre, Dios. Nosotros llamamos “causa” a aquello que atrae hacia sí toda la vida de una persona… aquello por lo cual vale la pena vivir.

El Reino de Dios fue la causa de Jesús de Nazaret, la pasión que animó toda su vida, su proyecto, su misión principal. A ello dedicó toda su actividad, su tiempo y sus fuerzas.

El significado del Reino en labios de Jesús

La palabra “Reino” no tiene un sentido territorial o estático, como lo concebimos en nuestro lenguaje común.

No se trata, pues, de un lugar o de un Reino político. Esta palabra tiene un sentido dinámico: Es la soberanía de Dios ejerciéndose “en acto”, es decir, es “la acción” de Dios para establecer o modificar el orden de cosas. De allí que la traducción más adecuada sería: “Reinado de Dios”.

Para los judíos, el Reino de Dios era la realización del ideal, hasta entonces jamás cumplido sobre la tierra, de un Rey justo.

El Reino de Dios, predicado por Jesús, es la “actuación de Dios para que se haga realidad ese reino de justicia”. Pero no la justicia del Derecho Romano (dar a cada quien lo suyo), sino la justicia en el sentido de los pueblos orientales, que consiste en defender al que por sí mismo no puede defenderse: El débil, el pobre, el huérfano, la viuda… por eso, Jesús dice: “Felices los pobres, porque de ustedes es el Reino de Dios” (Lc 6, 20).

El Reino se hace presente en Jesús

Jesús anuncia y hace presente el Reino de su Padre Dios con palabras y con obras. Para explicarnos las características, el significado y las condiciones necesarias para aceptar ese Reino y vivir conforme a él, Jesús utilizó narraciones o historias breves, en forma de parábolas (Ver Mt 13, 1 – 50; Lc 10, 30 – 37). 

Jesús “se sirve” de estas comparaciones para exponer su idea del Reino. Sin describir “lo que es”, sí nos explicó “cómo es”…

Casi todas las parábolas están sacadas de la vida ordinaria de sus oyentes (la siembra, la ciega, la pesca, el hacer el pan, el comercio…), o de imágenes del Antiguo Testamento, muy familiares a los judíos (la viña, el banquete, la boda…). Por eso, eran fácilmente comprensibles.

Pero lo verdaderamente sorprendente es el uso que de ellas hizo Jesús: Compara el Reino de Dios a un sembrador; a un amo del campo, que para bien del trigo, espera arrancar la cizaña; a unos pescadores que cogen peces buenos o malos; a un comerciante que busca tesoros…

¿Hay cosas más ordinarias que estas? ¿Cómo es posible que el Reino de Dios pueda compararse a acciones tan rutinarias y sencillas?

Estos son, además, trabajos “del pueblo”, de la gente sencilla y pobre… como si Jesús pretendiera afirmar que el Reino se encuentra en sus vidas, que no hay que buscarlo lejos, en hechos maravillosos, en personajes extraordinarios ni distantes.

La salvación forma parte de la vida de cada día, y de los actos más ordinarios que constituyen nuestra existencia. En otras parábolas, comparando el Reino con imágenes del Antiguo Testamento, Jesús las emplea de forma muy poco común: Los viñadores se rebelan contra su amo y se les quita la viña, es decir, les será quitada al pueblo judío y se les dará a otros…

En el banquete, por ejemplo, no participan los que habían sido invitados, sino los cojos, mancos, lisiados… es decir: los marginados.

Jesús hace, entonces, con las parábolas, una “nueva interpretación” del Antiguo Testamento, de sus imágenes y de sus promesas. 

Además, el Reino aparece, según Jesús, sin brillantez, como algo insignificante, como una semilla o un poco de levadura. Pero, oculta en ella, hay una enorme fuerza traidora. ¡Qué concepción más contraria a la de aquellos hombres que esperaban una aparición milagrosa, imponente y terrible de Dios, para destruir a todos los enemigos de Israel! (Mt 13, 31 – 33).

El Reino se encarna en la historia y sigue su ritmo, su fuerza no está en colocarse por encima de ella, sino en la capacidad de transformarla desde dentro.

Pero Jesús no solo anunció el Reino de Dios, sino que también lo hizo presente con su vida: Curando a los enfermos, perdonando los pecados, expulsando al demonio, participando en la mesa con los más pequeños, y prefiriendo a los pobres y a los despreciados por la sociedad judía…

Esta es una clara invitación para que nosotros lo hagamos presente en nuestras vidas.

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