“Entonces,
Felipe le dijo: Señor, muéstranos al Padre; eso nos basta.
Jesús le contestó: Llevo tanto tiempo con ustedes, ¿Y aún
no me conoces, Felipe?
El que me ve a mí, ve al Padre. ¿Cómo me pides que les
muestre al Padre?
¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí?
Lo que les digo no son palabras mías.
Es el Padre, que vive en mí, el que está realizando su
obra…”
(Ver Jn 14, 8 - 10)
Nos acercamos ahora al misterio central de nuestra
fe y de la vida cristiana, es el misterio de Dios en sí mismo, la fuente de
todos los otros misterios de la fe, es la luz que los ilumina y la Gracia que nos santifica. Sin embargo,
aunque hablemos de “misterio” no quiere decir que sea algo lejano de nosotros,
ya que es una revelación de salvación y “no puede ser conocido si no es revelado
desde lo alto”.
Aunque de por sí sea un misterio inaccesible a la razón
humana, con la fe en Jesucristo podemos abrirnos a caminos nuevos para
comprender lo que él nos revela: En la persona de Jesús tenemos el camino para
saber cómo es Dios, pues él mismo nos lo dio a conocer.
Con Jesús y con el envío que hace del Espíritu Santo, el
misterio de Dios se abre para nosotros, los humanos.
Jesús nos da a conocer el rostro de Dios, nos viene a
decir que es, utilizando nuestras palabras, una “familia”: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Jesucristo nos revela a Dios como Padre
(Ver CEC 238 – 242)
En el Antiguo Testamento, el título de “Padre” se aplica
pocas veces a Dios y al hablar de él como Padre significa, por una parte, que
es Dios el origen primero de todo y al mismo tiempo toda bondad y solicitud
amorosa con sus hijos; esta bondad y esta ternura también se expresan mediante
la imagen de la maternidad (Ver Is 66, 13; Sal 131, 2), lo cual no quiere decir
que Dios tenga sexo... Se puede decir, más bien, que “nadie es Padre como lo es Dios” (Ver
CEC 239).
Cuando Jesús nos revela al Padre lo hace en un sentido
totalmente nuevo; no sólo en cuanto que es nuestro Creador; Él es Padre en
relación a su Hijo único, pues… “nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al
Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11, 27).
Él llama a Dios “Padre” y mantiene con él una relación
única: “El Padre y yo somos uno” (Ver Jn 10, 30). Jesús remite totalmente su
vida a la de su Padre Dios, se considera enviado por el mismo Padre: “Como tú
me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo” (Ver Jn 17, 18).
Es el camino para llegar al Padre (Ver Jn 14, 6), las
palabras de Jesús son las de su Padre; él está realizando la obra del Padre para
que el Padre sea glorificado en el Hijo (Ver Jn 14, 9 – 14).
Cuando realiza una señal milagrosa primeramente ora a su
Padre Dios, dándole gracias (Ver Jn 11, 41 – 44), al final de sus días vuelve
al Padre diciendo: “En tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 34, 46).
En definitiva, Jesucristo nos descubre el rostro de Dios:
quien ve a Jesucristo ve al Padre (Jn 14, 8 – 10).
Por otra parte, el Maestro también nos enseñó que Dios es
“nuestro Padre” y así lo llamamos: “Padre nuestro, que estás en el Cielo…” (Mt
6, 9); a nadie debemos llamar “Padre” en la tierra, porque uno solo es nuestro
Padre, el del Cielo (Ver Mt 23, 9); recibimos un espíritu de hijos, que nos
hace exclamar “Abbá”, “Padre”, etc.
Jesús
también nos revela cómo es el Padre: Providente, compasivo, misericordioso,
bondadoso, que ama a todos por igual y hace salir el sol sobre buenos y malos,
que nos escucha en todo momento, y aún el Espíritu nos dará, si se lo pedimos,
porque siempre escucha nuestra oración (Ver Mt 6, 26; 15, 32; 5, 45; Lc 11, 13;
15, 11 – 32).
El Espíritu revela al Padre y al Hijo
(CEC 243 – 248)
Podemos invocar a Dios como Padre, porque él nos ha sido
revelado por su Hijo, y su Espíritu nos lo hace conocer (CEC 2780). El Espíritu
Santo es revelado como otra persona divina, con relación a Jesús y al Padre.
Cuando proclamamos nuestra fe en el credo, decimos: “Que con el Padre y el Hijo
recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas” (Credo de la
Iglesia Católica).
Antes de su Pascua, Jesús anuncia el envío de “otro
Paráclito” (que podría traducirse por “Defensor”, “Consolador”): el Espíritu
Santo. Éste, que actuó ya en la creación (Gn 1, 2), y “por los profetas” (Heb 1, 1 - ss),
estará ahora junto a los discípulos y en ellos, para enseñarles y conducirlos
hasta la verdad completa (Ver Jn 14, 17; 16, 13).
El Espíritu Santo es revelado así como otra persona
divina con relación a Jesús y el Padre.
El Espíritu Santo es enviado a los apóstoles y a la
Iglesia tanto por el Padre en nombre del Hijo, como por el Hijo en persona, una
vez que vuelve junto al Padre. El envío de la persona del Espíritu tras la
glorificación de Jesús, revela en plenitud el misterio de la Santísima Trinidad.
El dogma de la Santísima Trinidad
(Ver CEC 249 – 256)
Desde los orígenes del cristianismo este dogma ha sido
fundamental.
Se encuentra ya expresado en los escritos apostólicos,
como este saludo recogido en la liturgia eucarística: “la gracia de Jesucristo, el Señor; el amor de Dios Padre; y la comunión en el Espíritu Santo, estén con todos
ustedes” (2 Co 13, 13).
En los primeros siglos, la Iglesia formula su fe
trinitaria para profundizar en el misterio de Dios revelado y para defenderla
de errores que la deformaban. Para la formulación del dogma de la Santísima Trinidad,
la Iglesia “creó” una terminología propia, con ayuda de expresiones
de origen filosófico, principalmente de los filósofos griegos.
Para esto utilizó la palabra “Persona” para
designar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, en su distinción real entre sí;
y la palabra “naturaleza” o “esencia” para designar el ser divino
en su unidad. De esta forma decimos “tres Personas distintas y un solo Dios
verdadero”.
No confesamos que se trate de tres dioses, sino de un
solo Dios verdadero en tres Personas.
Estas Personas divinas no
se reparten la única divinidad, sino que cada una de ellas es enteramente Dios:
El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un solo Dios por esencia. A la
vez, las personas divinas son distintas entre sí, Dios es único pero no
solitario: el que es Hijo no es el Padre y el que es el Padre no es el Hijo, ni
el Espíritu Santo el que es el Padre o el Hijo; el Padre es el que engendra, el Hijo
quien es engendrado y el Espíritu es
quien procede…
Las personas divinas son relativas unas a otras. Esto
quiere decir que no hay oposición de relación, pues a causa de la unidad divina
el Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en
el Padre, todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo está todo en el Padre, y
todo en el Hijo.
La Santísima Trinidad en la existencia cristiana
La vida del cristiano está marcada por la fe en la Santísima
Trinidad. Ya desde el principio del cristianismo el que era bautizado tenía que
hacer la triple profesión de fe: Creo en Dios Padre, creo en Dios Hijo y creo en Dios Espíritu Santo; luego, se
fue desarrollando el Credo que profesamos hoy donde decimos que creemos en Dios
Padre creador de todas las cosas, resucitó a su Hijo por la fuerza del Espíritu
Santo y este Espíritu continúa congregando a la comunidad.
Creer en Dios Uno y Trino significa confiar en Él en toda
circunstancia, incluso en la adversidad (CEC 227), es la entrega entera y libre
a Dios. Una oración de Santa Teresa de Jesús lo expresa de esta manera: “Nada te turbe, nada te espante, todo se
pasa, Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene, nada
le falta: Sólo Dios basta”.
Esperar en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo es esperar
el Reino de los Cielos y la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo toda nuestra
confianza en Cristo, apoyándonos en el auxilio de la gracia del Espíritu Santo...
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