“Buscan a Jesús de Nazaret, el crucificado.
Ha resucitado; no está aquí.
Miren el lugar donde lo pusieron…”
(Ver Mc 16, 6)
Un hecho fundamental y fundante de nuestra fe
La resurrección de Jesús es la verdad fundamental y
fundante del cristianismo. Afirmamos que Cristo resucitó por el poder de Dios,
y verdaderamente… No se trata de un fantasma ni de una mera “fuerza de energía”;
no es un cuerpo “revivificado”, como sucedió con Lázaro o el hijo de la viuda
de Naím, quienes volvieron a morir… su presencia, en medio de los Apóstoles, no
era una simple “alucinación” o un “estrés colectivo”...
Cuando decimos que “Cristo vive” no estamos usando sólo una
manera de hablar, como suelen pensar algunas personas… como si se tratara de
una mera forma de crear “paz” en medio de tantas “guerras”, o para decir simplemente
que Él vive en nuestros recuerdos y memorias...
La Pasión de Cristo es un hecho histórico, y los eventos
de su trágico final terreno sacudieron el mundo de su época, para luego transformar
la historia de todos los siglos. Los discípulos no pudieron “inventarse” la
resurrección de Cristo, pues de hecho Jesús les echó en cara su incredulidad
(Ver CCEC 127).
Cristo vive, y para siempre, con su mismo cuerpo, con el
que vivió y murió, pero este cuerpo ha sido transformado y glorificado (Ver 1
Co 15, 20) de manera que ahora goza de “un nuevo orden de vida”, de uno como
jamás vivió un ser humano…
La vida del Resucitado
La misma vida de Cristo la vivimos ahora por la gracia de
Dios. Los que son de Cristo participan ya de esta vida nueva desde su bautismo.
Esta vida activa, este “motor” espiritual, se llama “Gracia”.
La gracia de Dios nos da fortaleza, esperanza y la posibilidad
de tener un amor “sobrenatural”, muy por encima de nuestros afectos. Nos hace
capaces de comprender el sentido profundo de la vida y de las luchas cotidianas,
porque nos comunica la “perspectiva de Dios”.
Así, los cristianos, movidos por el Espíritu Santo, vivimos
en la gracia de Dios, preparándonos para la continuación de su vida eterna,
después de experimentar la muerte. Esta vida de Cristo la vivieron los santos (Ver Rom 6, 8), y
de una manera ejemplar. Todos podemos imitarlos, pues todos estamos llamados a ser
santos también. Sin la gracia de Dios, los hombres caemos en el pecado, en un
gran vacío, en una vida sin sentido…
La muerte, tanto la espiritual como la física, es la
consecuencia del pecado que entró en el mundo por culpa de nuestros primeros
padres. Desde entonces, estamos sometidos a la muerte física, pero el “aguijó”
del pecado, como diría San Pablo, ha sido reemplazado por la esperanza cierta
de la resurrección.
Jesucristo “pagó” el precio por nuestros pecados, y nos
redimió con su muerte ignominiosa de cruz. Conquistó, así, a todos sus enemigos…
y el último enemigo en ser destruido, al final de los tiempos, será la muerte (Ver
1 Co 15, 26).
Por eso afirmamos que la muerte no es el final. Porque
los que mueren en Cristo, con Él vivirán eternamente.
La Carta a los Hebreos afirma que se vive y se muere una
sola vez (Ver Heb 9, 27), pero durante nuestra vida mortal decidiremos el rumbo
de nuestra eternidad.
Todos resucitaremos. Pero Cristo, resucitado, es el
primero de todos (Ver 1 Co 15, 20). Con su cruz y su resurrección, Él ha
abierto las puertas para que nuestros cuerpos mortales también resuciten. Por
eso, los cristianos no sólo creemos en la resurrección de Jesús sino también en
“la resurrección de la carne”, es decir, en la resurrección de todos los
hombres… unos para la vida… otros para la eterna condenación…
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