domingo, 21 de agosto de 2016

AL TERCER DÍA




“Buscan a Jesús de Nazaret, el crucificado.
Ha resucitado; no está aquí.
Miren el lugar donde lo pusieron…”
(Ver Mc 16, 6)
 
Un hecho fundamental y fundante de nuestra fe

La resurrección de Jesús es la verdad fundamental y fundante del cristianismo. Afirmamos que Cristo resucitó por el poder de Dios, y verdaderamente… No se trata de un fantasma ni de una mera “fuerza de energía”; no es un cuerpo “revivificado”, como sucedió con Lázaro o el hijo de la viuda de Naím, quienes volvieron a morir… su presencia, en medio de los Apóstoles, no era una simple “alucinación” o un “estrés colectivo”...

Cuando decimos que “Cristo vive” no estamos usando sólo una manera de hablar, como suelen pensar algunas personas… como si se tratara de una mera forma de crear “paz” en medio de tantas “guerras”, o para decir simplemente que Él vive en nuestros recuerdos y memorias...

La Pasión de Cristo es un hecho histórico, y los eventos de su trágico final terreno sacudieron el mundo de su época, para luego transformar la historia de todos los siglos. Los discípulos no pudieron “inventarse” la resurrección de Cristo, pues de hecho Jesús les echó en cara su incredulidad (Ver CCEC 127).

Cristo vive, y para siempre, con su mismo cuerpo, con el que vivió y murió, pero este cuerpo ha sido transformado y glorificado (Ver 1 Co 15, 20) de manera que ahora goza de “un nuevo orden de vida”, de uno como jamás vivió un ser humano…

La vida del Resucitado

La misma vida de Cristo la vivimos ahora por la gracia de Dios. Los que son de Cristo participan ya de esta vida nueva desde su bautismo. Esta vida activa, este “motor” espiritual, se llama “Gracia”.

La gracia de Dios nos da fortaleza, esperanza y la posibilidad de tener un amor “sobrenatural”, muy por encima de nuestros afectos. Nos hace capaces de comprender el sentido profundo de la vida y de las luchas cotidianas, porque nos comunica la “perspectiva de Dios”.

Así, los cristianos, movidos por el Espíritu Santo, vivimos en la gracia de Dios, preparándonos para la continuación de su vida eterna, después de experimentar la muerte. Esta vida de Cristo la vivieron los santos (Ver Rom 6, 8), y de una manera ejemplar. Todos podemos imitarlos, pues todos estamos llamados a ser santos también. Sin la gracia de Dios, los hombres caemos en el pecado, en un gran vacío, en una vida sin sentido…
 
La muerte, tanto la espiritual como la física, es la consecuencia del pecado que entró en el mundo por culpa de nuestros primeros padres. Desde entonces, estamos sometidos a la muerte física, pero el “aguijó” del pecado, como diría San Pablo, ha sido reemplazado por la esperanza cierta de la resurrección.

Jesucristo “pagó” el precio por nuestros pecados, y nos redimió con su muerte ignominiosa de cruz. Conquistó, así, a todos sus enemigos… y el último enemigo en ser destruido, al final de los tiempos, será la muerte (Ver 1 Co 15, 26).

Por eso afirmamos que la muerte no es el final. Porque los que mueren en Cristo, con Él vivirán eternamente.

La Carta a los Hebreos afirma que se vive y se muere una sola vez (Ver Heb 9, 27), pero durante nuestra vida mortal decidiremos el rumbo de nuestra eternidad.

Todos resucitaremos. Pero Cristo, resucitado, es el primero de todos (Ver 1 Co 15, 20). Con su cruz y su resurrección, Él ha abierto las puertas para que nuestros cuerpos mortales también resuciten. Por eso, los cristianos no sólo creemos en la resurrección de Jesús sino también en “la resurrección de la carne”, es decir, en la resurrección de todos los hombres… unos para la vida… otros para la eterna condenación…

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