domingo, 3 de julio de 2016

DÉCIMO MANDAMIENTO




“Donde está tu tesoro,
allí está tu corazón…”
(Ver Mt 6, 21)

La experiencia dice…

Pensemos por un momento en un comerciante que vende su mercancía más cara de lo permitido… en un médico que no receta lo necesario, sino medicamentos que harán que el enfermo vuelva con él una y otra vez, llenando sus arcas… en un mecánico que, sabiendo cuál es la falla (y por mínima que sea), propone “arreglar” otras dos o tres más (aunque no existan, realmente)… en un abogado que sigue cobrando “honorarios” y da largas al asunto por el cual fue contratado… en un maestro que no prepara sus clases y llena el tiempo con “sutilezas”, pero sigue recogiendo puntual e íntegramente su salario…

La lista puede seguirse nutriendo, y es que muchas personas, por mera ambición, se aprovechan de los demás para tener todo lo que desean. Esta ambición desmedida va en contra de la persona humana, la corrompe y la aleja del proyecto para el cual fue creada; pone su corazón en las cosas materiales y se olvida de los bienes eternos… esto es “codiciar”, es decir “desear los bienes con un desorden egoísta”.

Según la Escritura

Desde el Antiguo Testamento, el Señor mandó a su pueblo: “No desearás la casa de tu prójimo ni su mujer ni su siervo ni su sierva ni su buey ni su toro ni su burro ni nada de cuanto le pertenezca” (Ex 20, 17).

Es verdad que los bienes pueden mejorar la condición de vida de los hombres, pero de ninguna manera deben esclavizarlo. Es importante que si estos bienes se van adquiriendo a través del esfuerzo personal no lleguen a crear dependencia de los mismos: Se trata de que la persona se mantenga libre de todo afecto desordenado en relación con sus propios bienes y en relación con los bienes del prójimo.

Sin duda que este mandamiento (como todos los demás), se relaciona con el primero, ya que nos invita a no poner todo nuestro afecto, nuestra persona, y nuestro tiempo, en los bienes materiales; Dios es nuestro más grande y único bien; así lo dijo el Salmista: “Señor, tú eres mi dueño, mi único bien, nada hay que se compare a ti” (Sal 16, 2).

Para vivir, pues, este mandamiento, es necesario que se tenga a Dios como único bien, que nos mantengamos sanamente independientes de los bienes materiales y, por tanto, dispuestos a darnos a los demás, sin buscar sólo recibir (Ver Hch 20, 7).

Así lo enseña la Iglesia

Esta enseñanza cristiana previene al hombre de todo tipo de extremos ya que, en sí mismos, los deseos humanos son insaciables: El hombre anhela siempre poseer más y más…

De hecho, el Apóstol Santiago hace referencia a esta ambición cuando confronta a la comunidad acerca de los problemas que vive, y les dice que “los conflictos vienen de las pasiones que luchan en el interior, por la ambición, por la envidia…” Y concluye: “Si somos amigos del mundo, somos enemigos de Dios” (Ver St 4, 2. 4). Como vemos, se refiere a la importancia y valor que le damos a las cosas materiales, ya que en ocasiones nos pueden llevar a pisotear los derechos de los demás y perjudicarlas con envidia o avaricia.

¿Para qué sirven los bienes?

Este mandamiento es una exhortación a volver a poner los ojos en Dios, único y supremo bien, de tal manera que la vida del cristiano es un continuo esfuerzo por mantenerse en los designios de su Creador. Porque, muchas veces (constatable a diario, y sin problemas), el amor al dinero hace que las personas se alejen de Dios. Se tiene mayor preocupación por conseguir los bienes materiales que en obtener los bienes del Cielo, practicando la caridad y “ganando” el mayor de los “negocios”: su propia salvación…

Jesús, en su Evangelio, nos enseña: “No amontonen tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre echan a perder las cosas; amontonen, más bien, tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre echan a perder las cosas: Porque donde está tu tesoro, allí está tu corazón” (Mt 6, 19 – 21).

Todos, pues, debemos orientar rectamente los deseos de nuestro corazón para el uso de las cosas de este mundo, y el apego a las riquezas no nos debe impedir el espíritu de pobreza evangélica, buscando el amor perfecto y al mayor de los Bienes: Dios.

Esta “buena batalla” de la fe consiste en tener la conciencia de “amar a Dios sobre todas las cosas”: Por encima del trabajo, la casa, el auto, el club, las joyas, el “shoping”, la moda, el lujo, el confort, etc.

Es bueno luchar por progresar en nuestra vida, pero hay que hacerlo legítimamente, sin envidias ni codicias, sin perjudicar a nadie… los bienes deben servirnos, como dice Jesús: “Para hacernos amigos que, cuando muramos, nos reciban en el cielo” (Ver Lc 16, 1 – ss).

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