sábado, 23 de julio de 2016

PALABRA DE DIOS HECHA CARNE




“Y la Palabra se hizo carne
y habitó entre nosotros…”
(Ver Jn 1, 14)

La Encarnación de Cristo: un misterio central

La Encarnación de Cristo es un misterio central en nuestra fe de creyentes. Se puede decir que “la fe en la verdadera Encarnación del Hijo de Dios es el signo distintivo de la fe cristiana” (Ver CEC 463).

En el Evangelio de San Juan encontramos esta afirmación: La Palabra de Dios se hizo hombre
(Jn 1, 14). Los evangelistas Mateo y Lucas (los “Evangelios de la Infancia”) nos describen cómo esta Palabra tomó carne y vivió entre los hombres, siendo igual a ellos en todo, menos en el pecado (Ver Heb 4, 15).

Es importante hacer resaltar cómo esta Palabra es eterna, igual que el Padre, y cómo “todo fue hecho por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto llegó a existir… Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 3. 14).

Estamos ante el misterio de la encarnación del Hijo de Dios (el misterio de su “hacerse carne”; de “tomar nuestra condición”). La mente humana, tan limitada como es, se pierde frecuentemente al querer profundizar en este misterio:

¿Cómo es posible que el Dios Todopoderoso tome cuerpo como nosotros y acepte las humillaciones y sufrimientos propios de nuestra humanidad?

Pues bien, esta realidad es aceptada por nosotros sólo por fe.

El sentido de la Encarnación de Cristo

En la Encarnación se manifiesta la infinita misericordia de Dios para con nosotros:

“pues por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo y por obra del Espíritu Santo, se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre…” (Credo Niceno Constantinopolitano).

Así, en la encarnación, Dios “se decide” por el ser humano y nos manifiesta su amor, pues “tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo” (Ver 1 Jn 4, 9), y se hace uno de nosotros:

La Constitución Pastoral del Concilio Vaticano II Gaudium et Spes (“Gozo y Esperanza”) afirma que “el Hijo de Dios, por su Encarnación, se ha unido en cierto modo con todo ser humano. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre. Obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros excepto en el pecado” (GS 22).

Jesús, entonces, es un hombre real como todos nosotros. Los Evangelios nos lo presentan en toda su humanidad: nace de una mujer, crece y se hace mayor, aprende un oficio, tiene hambre y sed, es tentado, se cansa, hace preguntas, siente tristeza por los demás, se alegra con los otros, especialmente con los niños; pero también siente ira ante la dureza de corazón de la gente, se angustia, experimenta el dolor y, finalmente, muere. Era “conveniente” que nuestro Salvador compartiera con sus hermanos, los hombres, “la carne y la sangre”. Por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo, y se hizo semejante a sus hermanos. ¡Así es, Jesús es nuestro Hermano!  (Ver Jn 20, 17; Rom 8, 29; Heb 2, 11). 
Este acontecimiento, único y totalmente singular, de la Encarnación de Dios no quiere decir que Jesucristo sea “en parte Dios y en parte hombre”, ni una mezcla confusa de lo divino y de lo humano, sino que Jesucristo es “verdadero Dios y verdadero hombre”. En los primeros siglos del cristianismo la Iglesia tuvo necesidad de defender y aclarar esta verdad de fe frente a “herejías” que la falseaban (Como el “Arrianismo”, que afirmaba que Jesús no podía ser Dios. Quizás la creatura más excelsa de Dios, pero… creatura”).
  
Así Jesucristo, sin dejar el cielo, en donde desde siempre y por siempre vive con el Padre (Ver Jn 1,1. 18), como la “Palabra de Dios”, ha venido a la tierra para ser el “Dios con nosotros”, el Emmanuel (Ver Mt 1, 23).

El Papa San León Magno (a. 461), en uno de sus sermones, llama al cristiano a valorar su dignidad, reconociendo que el Hijo de Dios asumió naturaleza humana y, por tal motivo, el hombre participa de la misma naturaleza divina:

“Debemos, por tanto, amadísimos hermanos, dar  gracias a Dios Padre por medio de su Hijo en el Espíritu Santo, pues, por la inmensa misericordia con que nos amó, ha tenido piedad de nosotros y, cuando estábamos muertos por nuestros pecados, nos vivificó con Cristo, para que fuésemos en Él una nueva criatura, una nueva obra de sus manos…

Despojémonos, por tanto, del hombre viejo y de sus acciones y, habiendo sido admitidos a participar del nacimiento de Cristo, renunciemos a las obras de la carne.

¡Reconoce, oh, Cristiano, tu dignidad y, ya que ahora participas de la misma naturaleza  divina, no vuelvas a tu antigua vileza con una vida depravada!

Ten presente que has sido arrancado del dominio de las tinieblas y has sido trasportado al reino y a la claridad de Dios”  (Ver Sermón 1 en la Natividad del Señor).

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