sábado, 2 de julio de 2016

NOVENO MANDAMIENTO


“Han oído que se dijo: No cometerás adulterio.
Pero yo les digo que todo el que mira con malos deseos
a una mujer ya ha cometido adulterio con ella  en su corazón…”
(Ver Mt 5, 27 - 28)

Antes se dijo… ahora se nos dice

En el Antiguo Testamento, Dios ordenó a su pueblo: “No codiciarás la mujer de tu prójimo” (Ex 20, 17), y es que la mujer, como cualquier otro artículo doméstico, se consideraba “propiedad del varón”. Quien codiciara la mujer ajena, estaba codiciando la propiedad o parte de los bienes del otro. Jesús va más allá, en el Evangelio nos dice que cuando un hombre mira con malos deseos a una mujer (lo mismo podría aplicarse para una mujer respecto a un varón), ya ha cometido adulterio en su corazón…

El adulterio se entiende como “infidelidad conyugal”. Esto es, cuando un hombre y una mujer establecen una relación sexual (aunque fuese ocasional), y uno de ellos es casado. Quien así procede falta a los compromisos que libre y responsablemente tomó desde el día de su boda y lesiona el signo de la alianza, es decir, su vínculo matrimonial…

Podemos constatar, por desgracia, que para muchos es “común” que los hombres o mujeres puedan tener relaciones y / o vivir con varias personas a la vez, sin que eso se considere una falta moral. Muchas se han acomodado a una manera de pensar y de vivir, donde fácilmente se abandona al cónyuge y comienzan una nueva vida al lado de otra persona sin remordimientos…

¿Es correcto este modo de vivir?

Ciertamente que no. Nosotros, como cristianos, sabemos que el matrimonio es un don de Dios, y es un sacramento que es indisoluble para los hombres (es decir, no se puede borrar); cuando se realiza este sacramento se dice a los esposos: “Que lo que Dios acaba de unir no lo separe el hombre”. Deberíamos comprender el auténtico sentido de la prohibición:

El noveno mandamiento nos invita a vivir en la fidelidad del amor. A vivir la unión entre la pureza del corazón, la del cuerpo y la de la fe. La persona que es fiel a su matrimonio encuentra en esta fidelidad su propia realización como persona y centra todas sus fuerzas en amar a quien eligió como su pareja, como su compañero o compañera de toda la vida.

Aquí reside la importancia del noveno mandamiento: La persona que ama a su cónyuge manifiesta su amor por sí mismo, y en este amor encuentra su plenitud. Así como se ama y se respeta a sí mismo, respeta y ama a su cónyuge y a los de los demás.

Cristo mismo es el mejor modelo de este amor fiel: Él “amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella” (Ver Ef 5, 25).

Nada sencillo, en verdad

Al ser bautizados, se nos dio la gracia de la purificación de los pecados, sin embargo, a lo largo de nuestra vida cristiana debemos seguir luchando contra los deseos desordenados.

¿Se puede? Sin duda, con la gracia de Dios lo podemos conseguir, aunando a la práctica de las virtudes el don de la castidad: Solo así podremos amar con recto corazón.

Para vivir el noveno mandamiento es necesario vivir con pureza de corazón y respetar el propio cuerpo y el de los demás, considerándolos “templos del Espíritu Santo”.

Existen algunos medios para fomentar la pureza interior, como la oración, la práctica de la castidad, la pureza de intención y de la mirada.

¡Qué bien nos haría disciplinar nuestras miradas y nuestra imaginación! Así mismo, debemos cuidar nuestros pensamientos y rechazar aquellos que nos quieran orillar a ver en los demás un simple objeto, cosificándolos en su cuerpo, como meros instrumentos de placer.

Es, ciertamente, una lucha constante la que debemos entablar contra nosotros mismos, nuestras malas inclinaciones, y nuestros deseos desordenados hacia el sexo complementario... o como está la "creatividad humana"...

Hay que estar muy atentos para hacer frente a la pornografía (tan frecuente en los medios de comunicación), las conversaciones en doble sentido, los chistes que denigran la dignidad de las personas, etc.

No estamos solos…

Gracias a la fuerza del Espíritu Santo, que vive en nosotros, podemos hacerles frente y vencer.

Contamos con alguien que es toda pura, inmaculada: La Madre de Dios, que es también nuestra Madre. Ella nos ayudará en esta lucha y, con toda seguridad, triunfaremos, si ponemos de nuestra parte, Ella nos alcanzará de nuestro buen Dios cuanto falte…


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