“María
dijo al Ángel: ¿cómo será esto, pues no tengo relación con ningún hombre?
El
ángel le contestó: el Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo
te
cubrirá con su sombra; por eso, el que va a nacer
será
Santo y se llamará Hijo de Dios…”
(Ver Lc 1, 34 - 35)
“El Verbo de Dios se hizo carne”, dice el Evangelio según
San Juan (Ver Jn 1, 1 – ss).
¿Cómo sucedió esta maravilla?
Los
Evangelios de San Mateo y San Lucas nos lo narran. De manera especial este
último evangelista nos hace una bellísima descripción (Ver Lc 1, 26 – 38).
La
primera obra que el Evangelio atribuye al Espíritu Santo es la concepción
virginal de Jesús, que María no entiende y por eso pregunta al ángel: ¿Cómo
será esto pues no tengo relaciones con ningún hombre?, y recibe su respuesta: “El
Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra”.
Esta
acción del Espíritu Santo hace que María llegue a ser madre, no con la
cooperación de un hombre, sino por el poder de Dios que genera la vida.
Esta
es una obra divina que sobrepasa toda comprensión y toda posibilidad humana (es
un “misterio”), así se lo explicó el ángel a San José, hombre justo, que al
enterarse de que su esposa esperaba un hijo no quiso denunciarla, sino que
decidió separarse de ella en secreto; después de tomar esta decisión, el ángel
del Señor se le apareció en sueños y le dijo: “José , no temas aceptar a María
como tu esposa, pues el hijo que espera viene del Espíritu Santo” (Ver Mt 1, 19
- 20).
San
Lucas en la introducción de su Evangelio dice que, antes de ponerse a escribir,
“investigó cuidadosamente todo lo sucedido desde el principio” (Lc 1, 3). Pues
bien, una preclara tradición nos ha legado que probablemente esta “investigación” estuvo
atendida por María, quien fue testigo privilegiado de tales prodigios…
Sólo
ella supo qué pasó en esos instantes del anuncio y después de su aceptación del
Plan de Dios: Aquél, que los cielos no podían contener, está en su seno, revistiéndose
de la naturaleza humana y empezando a ser su hijo. Se trata de una presencia
misteriosa, única e inexplicable.
¿Qué
habrá sentido María con esa presencia divina en sus entrañas?
¿Hasta
qué punto pudo comprender esa realidad de que Dios la había escogido para ser
la madre de su Hijo hecho hombre?
Lo
único que sabemos es que al aceptar esa misión se puso en camino y “fue de
prisa” a ayudar a su parienta Isabel, quien estaba esperando un niño, a pesar
de ser estéril y de avanzada edad.
La
presencia del Hijo de Dios en su seno hizo saltar de alegría al hijo de Isabel,
y ésta, llena del Espíritu Santo se estremeció, exclamando a “a grandes voces”:
“Bendita
tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. Pero ¿cómo es posible
que la madre de mi Señor venga a visitarme?” (Lc 1, 41 – 43).
Fue
entonces cuando María pudo romper el silencio en que la tenía aprisionada el
gran misterio que la había transformado en Madre:
“Mi
alma glorifica al Señor y mi Espíritu se alegra en Dios mi Salvador, porque ha
mirado la humildad de su sierva” (Lc 1,
46 - 48).
En
María, el Espíritu Santo manifiesta al Hijo del Padre… hecho hijo de la Virgen.
Por
eso, llena del Espíritu Santo, María presenta al Verbo en la humildad de su
carne, y Él se dará a conocer más tarde a los pobres (Ver Lc 2, 15 - 19).
Por
medio de María, el Espíritu Santo comienza a poner en comunión con Cristo a los
hombres,
y los
humildes y sencillos serán siempre los primeros en recibirle: los pastores, los
magos, Simeón y Ana, los esposos en Caná, los primeros discípulos… (Ver CEC 724
- 725).
En
el misterio de la Encarnación (un misterio divino que consiste en que el Hijo
de Dios, cumpliendo la voluntad del Padre, vino a “meterse a nuestra carne”, y
“tomó nuestra condición humana sin dejar de ser Dios”), hay una misión conjunta
del Hijo y del Espíritu Santo, pues cuando el Padre envía a su Hijo, envía
también su Espíritu: misión en la que el Hijo y el Espíritu Santo son distintos…
pero inseparables.
El
Catecismo de la Iglesia Católica aborda este tema, y nos explica que “Cristo
manifiesta la imagen visible de Dios invisible, pero es el Espíritu Santo quien
nos lo revela” (Ver CEC 689).
Jesús,
por estar lleno del Espíritu Santo desde su concepción, en orden a nuestra
santificación nos regala la plenitud de su Espíritu.
Esto
aparece ya en la visita de María a su parienta Isabel, la cual, ante la
presencia del Hijo de Dios en el seno de María “quedó llena del Espíritu Santo”
(Lc 1, 41).
Isabel
reconoce al Mesías como su Señor, y a María como su Madre, por eso, también llena del
Espíritu Santo, exclamó:
“Bendita
tu entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre” (Lc 1, 42- 45).
Nosotros,
al igual que Isabel, ¿hemos reconocido
a Jesús como Señor?
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