“Así conocerán la verdad
y la verdad los hará libres…”
(Ver Jn 8, 32)
Según el Antiguo,
según el Nuevo
La formulación del octavo mandamiento, siguiendo a cada
uno de los Testamentos de la Escritura, puede ayudarnos a comprender todo su
sentido y alcance:
En el Antiguo Testamento Yahvé Dios manda a su pueblo: “No
darás testimonio falso contra tu prójimo” (Ver Ex 20, 16).
Jesús, en el Nuevo Testamento, nos invita a hablar con
sinceridad: “Que tu palabra sea sí, cuando es sí; y no, cuando es no…” (Ver Mt
5, 37).
Así pues, si se ve “en positivo” (según el Nuevo
Testamento), o “en negativo” (según el Antiguo Testamento), ambas formulaciones
nos quieren enseñar que es preciso decir siempre la verdad.
Mentira Vs Verdad
El octavo mandamiento prohíbe la mentira. Este precepto
moral deriva de la vocación del pueblo santo a ser testigo de su Dios, que es y
que quiere la verdad.
Decir mentiras es falsear la verdad, es lesionar la
unidad que existe entre Dios y los hombres, es dañar las relaciones con
nuestros semejantes.
Jesús denunció la mentira como una obra “diabólica”. En
el Evangelio de San Juan leemos que Jesús, refiriéndose a los judíos, dijo: “No
son capaces de escuchar mi palabra, ya que ustedes son hijos de su padre que es
el diablo; le pertenecen a él y desean complacerle en sus deseos. Él fue
homicida desde el principio. Nunca se mantuvo firme en la verdad. Por eso,
nunca dice la verdad. Cuando miente, habla de lo que lleva dentro, porque es
mentiroso por naturaleza y padre de la mentira…” (Ver Jn 8, 43 – 44).
Todos los hombres, conforme a la dignidad que ostentan
como personas, deberían sentirse atraídos, según su naturaleza, hacia la
verdad. Por otro lado, tienen la obligación moral de hacerlo, sobre todo si son
creyentes, pues conociéndola es preciso ordenar la vida según sus exigencias.
Jesús es la verdad, y sus obras lo confirman (Ver Jn 14, 6).
Si somos discípulos de Cristo, estamos llamados a ser
veraces, así como Él lo fue (Ver Jn 14, 17). Por su parte, Jesús, con su Santo
Espíritu, nos conducirá a la verdad completa (Ver Jn 16, 13), es decir, a
comprender y vivir todo lo que Él nos enseñó y a hacer vida su doctrina.
Recordemos lo que dijo ante Pilatos: “Yo he venido al
mundo para dar testimonio de la verdad” (Ver Jn 18, 37). Así, al conocer y
vivir en la verdad, seremos realmente libres…
Lo que prohíbe el
octavo mandamiento
Este mandamiento nos prohíbe:
- Atestiguar lo que es falso en un juicio (perjurar).
- Calumniar o decir cosas falsas del prójimo.
- Proferir cualquier clase de mentiras (aún las que calificamos como “mentiritas piadosas”, que de piadoso no tienen nada).
- Murmurar (regar chismes y “ponerle de nuestra cosecha” a
lo que nos llega).
- Juzgar mal al prójimo (imprudente o decididamente).
- Descubrir y / o esparcir sin motivo los defectos de los demás.
- Toda ofensa que atente contra el honor, pudor y buena fama del prójimo.
Quien difama o calumnia a alguna persona tiene la
obligación de, además de confesar su pecado, restituir en la medida de lo
posible la honra y la fama que ha quitado.
Los medios de
comunicación social
En medio de un mundo que apuesta por la “libertad de
expresión”, es muy frecuente escuchar todo tipo de opiniones y de posturas a
favor o en contra de cualquier persona o institución.
Ordinariamente, los medios de comunicación social se
presentan como “portadores de la verdad”, y lo que en ellos se lee o se escucha
no siempre la ostenta.
El octavo mandamiento ordena a los que trabajan en los
medios de comunicación social (noticieros, radio, televisión, prensa, revistas,
blogs, etc.) que informen siempre de acuerdo a la verdad, a la libertad y a la
justicia; que respeten la buena fama del prójimo y de las instituciones a las
que abordan en su temática.
Conclusión
Podemos pensar que decir la verdad puede acarrearnos
serios problemas, pero es mejor vivir en la verdad y afrontar sus
consecuencias, que caminar en la mentira pues, tarde o temprano, llegará a
desenmascararse…
“No tengan miedo, porque no hay nada oculto que no vaya a
manifestarse, ni nada secreto que no vaya a saberse…” (Ver Mt 10, 26).
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